Mil islas, dos mundos
Al sur del océano Índico, las islas Maldivas son pequeñas y ninguna se eleva a más de 1,8 metros del nivel del mar. El turismo y la pesca sustentan la economía, la cual se ha recuperado luego del tsunami del 2006.
El restaurante estaba cerca del palacio presidencial. Al menos eso era lo que decía internet. Estaba oscuro en Malé, la capital de las Maldivas, donde habíamos despertado en nuestro hotel, hambrientos después de viajar durante más de 40 horas. Nos quedamos dormidos más allá de la hora en que podíamos haber comido ahí: la cocina en el piso superior ya había cerrado. Pero Google Maps propuso un lugar de comida para llevar a un par de cuadras de distancia.
El día anterior, mientras circulábamos, con el desfase horario, desde el aeropuerto, Malé se había mostrado como una ciudad con los llamativos encantos del Caribe: edificios de colores brillantes apiñados en su costera, pequeños botes que embellecían el muelle y hombres en motonetas que desconocedores –o desinteresados– de las leyes de tránsito, zigzagueaban por el bulevar que corría junto al mar.
Pero esa primera noche, mientras iba a conseguir nuestra cena, música incongruente flotaba en las calles. Era un lamento agudo, lastimero, medio oriental y al parecer fuera de lugar entre las palmeras silueteadas que se mecían cerca de la playa. Sabía lo que era, pero no había esperado encontrarlo aquí como un extraño acompañamiento para el platillo tailandés que había recogido: desde una mezquita de domos dorados, un muecín estaba ofreciendo el llamado nocturno a la oración.
Las Maldivas, una sarta natural de más de mil islas de coral frente a la costa occidental de India en el Mar de Laquedivas, son conocidas principalmente como un destino vacacional glamoroso, el tipo de sitio donde las supermodelos y sus próximamente exnovios van para retiros en un bungaló en la playa. Su reputación es hedonista y decididamente de calidad superior. A principios de este año, el duque y la duquesa de Cambridge pasaron sus vacaciones en el país justo antes de su gira real por Australia y Nueva Zelanda. Tomaron un hidroavión a un centro turístico de cinco estrellas en el remoto atolón de Noonu, en el extremo noroccidental de la nación.
Pero las Maldivas, a diferencia de las Bermudas o San Bartolomé, son más complejas que muchos retiros para los turistas europeos. Están regidas por un gobierno islámico; uno, de hecho, que se está volviendo más extremista cada año. Los ciudadanos maldivos, que son principalmente musulmanes sunitas, no pueden practicar otra religión que no sea el islamismo. El cerdo y el alcohol están ampliamente prohibidos, excepto, por supuesto, en los hoteles turísticos que atienden a viajeros extranjeros. Cuando mi novia, Cheyne, y yo llegamos al aeropuerto, nos topamos con un reporte noticioso que anunciaba que el país había abandonado recientemente su código legal casi laico e impuesto la ley sharia (reglas del Islam).
Cultura vacacional
Quizá está en la naturaleza de unas vacaciones escapistas a la playa escapar: ignorar la cultura local y, en esencia, enfrentar el mar con la tierra a la espalda.
No hay duda de que en el curso de seis días, pasados en tres centros turísticos, Cheyne y yo escapamos a indulgencias extravagantes, ya fuera que significaran masajes en un spa submarino o nadar con rayas en un arrecife de coral. Pero la atmósfera de decadencia, aunque ciertamente absorbente, no estaba herméticamente sellada. De vez en cuando, la vida real –o la vida real de los maldivos– se colaba en nuestro ensueño.
La cultura vacacional local está dominada por centros turísticos opulentos o aislados. La mayoría de los visitantes nunca ponen un pie en áreas que no están supervisadas por la industria turística. Llegan al aeropuerto y de inmediato son pastoreados por empleados uniformados del Hyatt o del Sheraton a embarcaderos cercanos donde lanchas los llevan velozmente en viajes de 40 minutos a islas distantes.
Aunque Cheyne y yo pasábamos un día en Malé nos encontramos en una lancha motora a la tarde siguiente. Era una embarcación de gran potencia que se dirigió al elegante hotel Per Aquum, en la isla Huvafen Fushi, un banco de arena privado en el atolón Malé Norte. Mientras abordábamos, salieron las toallas y el agua de coco. Después de entregarnos nuestros chalecos salvavidas, un asistente nos dijo orgullosamente que en dhivehi, el idioma nativo de las Maldivas, Huvafen Fushi significaba Isla de Ensueño.
Para hacer honor al nombre de la isla, fuimos recibidos en el muelle de Huvafen Fushi por un equipo sonriente de empleados. Nos estrecharon la mano y nos dieron la bienvenida usando nuestros nombres. Mientras avanzábamos hacia el carrito de golf que nos llevaría a un recorrido, esparcieron pétalos de rosas frescos a nuestros pies.
Hufaven Fushi es un frondoso refugio del mundo donde los caminos de tierra atraviesan los manglares y caminos de madera curtida dan rodeos por los bajos para conectarse a una aldea de chozas nativas sobre pilotes, cada una diseñada en un falso estilo primitivo. El centro turístico, que se enorgullece de su privacidad, tiene solo 44 habitaciones.
Lujos y gastronomía
Después de almorzar en Raw, el restaurante macrobiótico de Huvafen Fushi, nuestro guía de ese día, Afzal Ali, uno de los mayordomos privados (o thakurus) del hotel, nos mostró la habitación más costosa y exclusiva de la instalación, una villa digna de una pareja real que se renta por $ 22.000 por noche en la temporada alta y se ubica solitaria al final de un camino de madera con nada más a la vista que el mar.
Aquí se exhibían las Maldivas en toda su ostentosa extensión: bocinas ambientales, asoleadero con jacuzzi, escalera privada que desciende al océano, una piscina interior conectada con el patio exterior por medio de un muro de cristal operado por control remoto.
“Lo que ofrecemos es una escapada, un sueño de lujo y alejamiento”, nos dijo el gerente, Marc Gussing, durante la cena.
Antes de reunirnos con Gussing, yo había hecho una búsqueda de noticias en Google sobre las Maldivas y apareció un artículo que describía un reporte que había sido publicado días antes por Amnistía Internacional. En el informe, el grupo había instado a los funcionarios maldivos a investigar una incursión policiaca en abril en un festival de música que había tenido lugar en la isla deshabitada de Anbaraa.
“Aunque no hay leyes que prohíban la música en las Maldivas y el atuendo islámico no es obligatorio”, decía el reporte, “la acción de la policía parece haberse enfocado en poner fin al festival y en forzar a las mujeres a usar faldas y blusas para cubrirse”.
Mientras comíamos nuestro cordero y bebíamos nuestro pomerol, pregunté a Gussing si era difícil operar un centro turístico de lujo en un país donde la ley islámica está siendo aplicada de manera estricta. Huvafen Fushi presume, por ejemplo, de tener la bodega de vinos más grande en el océano Índico, con una cámara climatizada para botellas de Romanée-Conti que vende por casi 30.000 dólares. ¿Había habido, pregunté, algún problema con el gobierno?
“Si puedo llenar una bodega con 6.000 botellas de vino en un banco de arena, no se puede decir que el gobierno no sea complaciente”, me dijo Gussing con una sonrisa. “¿Las cosas están cambiando en las Maldivas? Sí. Pero ¿los clientes internacionales lo han visto? ¿Están expuestos a ello? No”, se respondió él mismo. “Simplemente pasan de largo”.
Otros rincones
Como descubrí pronto, no era del todo cierto que los visitantes de las Maldivas no estuvieran expuestos a, o se vieran afectados por, la cultura islámica del país. En el 2007, por ejemplo, 12 turistas extranjeros –de Inglaterra, China y Japón– resultaron heridos después de que extremistas musulmanes hicieron estallar una bomba en Sultan Park cerca de la principal mezquita de Malé.
Es importante mencionar que ni una sola vez durante nuestro viaje Cheyne o yo nos sentimos incómodos o inseguros. Lejos de ello: nadamos solos en playas vacías y paseamos relajadamente solos debajo de las hojas de las palmeras.
Sin embargo, al final de la visita yo sentí la necesidad de explorar lo que las Maldivas tenían que ofrecer más allá de la cuidada burbuja de los centros turísticos, así que una tarde concerté un viaje a la isla no desarrollada de Guraidhoo. Guraidhoo, con sus calles sin pavimentar y perros sueltos, alberga a unos 2.000 maldivos comunes.
Mi guía, Imran Janeen, se sintió complacido de mostrarme el hospital de Guraidhoo y su desvencijado astillero donde 20 hombres sin camisa se afanaban en un enorme yate de madera que, me dijeron, había estado en construcción durante los dos últimos años. Le pregunté a Imran sobre la religión en Guraidhoo, si el islamismo se practicaba estrictamente. Me dijo que habría tres mezquitas en la isla, que tiene solo doce hectáreas.
Por otro lado, agregó, había siete casas de huéspedes, ocho o nueve restaurantes (dependiendo de la temporada) y –asombrosamente– 50 tiendas de recuerdos.