Sabores mexicanos y el surf
Carpinteria es una pequeña ciudad californiana ubicada cerca de la frontera con México. Es el deleite para quienes buscan el surf y buena comida.
¿Saben qué es lo que no cambió en 20 años? El olor del eucalipto. Para algunas personas, ese aroma suave, dulce, verde, es el olor de los masajes y las clases de yoga. Para mí, es la angustia adolescente. Para mí, el olor del bachillerato, el olor del nerviosismo, la torpeza, el acné, las hormonas: el olor de ser una adolescente está totalmente envuelto en el olor del eucalipto.
Cuando tenía 15 años, empaqué, dejé mi casa en Nueva York y me mudé a la Escuela Cate, un pequeño internado en la pequeña ciudad de Carpinteria, California. La “mesa”, que se llamaría un “campus” en Connecticut o Massachusetts, está metida en las montañas, justo arriba de esta pequeña y aletargada ciudad para el surf, de la cual pocos fuera del sur de California han oído hablar.
Cate no era precisamente el típico bachillerato. No teníamos equipo de fútbol americano, pero sí muchos chicos rubios y desgreñados que surfeaban en los tiempos libres. Los pasillos del departamento de inglés carecían de muros porque nunca llovía, ni nevaba ni había temperaturas menos perfectas que los 68 grados Fahrenheit. Y abundaban los eucaliptos: bordeaban el camino de entrada, la cancha de fútbol; por las noches, llenaban los dormitorios con su olor embriagador. Si existe otro lugar más idílico para cumplir la mayoría de edad, no lo conozco.
Sin embargo, no he sido estudiante de Cate en 20 años; ya era el momento de una reunión. Estaba ansiosa por ver a las viejas amistades, pero también tenía curiosidad por ver a Carp, como le dicen los estudiantes a la ciudad, la cual está a unas cuantas ciudades de Santa Barbara y colinda con Montecito, en una de las zonas más acaudaladas de EE.UU. Sin embargo, aunque Montecito siempre fue territorio del uno por ciento, Carp no lo fue, y tenía concentraciones de inmigrantes mexicanos, obreros y surfistas.
Una gran porción de la identidad de Carp es el surf. Y las tiendas para surfistas son tanto una atracción para gente que tiene más tablas de surf que zapatos, como para la que es como yo, los fraudes que no surfeamos, pero nos gusta usar la ropa.
Carpinteria anuncia que tiene “la playa más segura del mundo”, lo que significa que no hay resaca que te jale y te arrastre hasta la mitad del océano Pacífico. Y, aunque las playas se pueden atiborrar, nunca llegan a los niveles de lata de sardinas de ciudades más famosas en el sur de California. Sin embargo, yo no vine por la playa.
Capital mundial del aguacate
Ahora que había regresado, quería saber si la ciudad que marcó mi crecimiento, también había crecido. Había oído decir que Carp había cambiado. Si se menciona restaurante, cualquier lugareño hará alarde de los dos lugares más elegantes de la ciudad: Sly, reverenciado por sus alcachofas a la parrilla, los muy apetitosos mejillones a la marinera y el ambiente muy vívido en el bar, y Zookers Café, que sirve platillos como ensalada de espinacas bebés, salmón a la parrilla y otros platillos que se esperaría encontrar en agradables restaurantes de alta cocina por todo Estados Unidos.
Como neoyorquina, vivo a un corto recorrido en el metro de más restaurantes elegantes de los que podría entrar a comer en toda una vida. Lo que me resultó más interesante, lo que anhelaba, y es lo que Carp hace mejor que cualquier ciudad al norte de Oaxaca es la comida mexicana. Los inmigrantes mexicanos han estado llegando a Carp desde 1800. A eso, hay que agregar el hecho de que Carp es la capital mundial del aguacate (y la sede de una actividad anual llamada Festival del Aguacate Californiano), y se tiene una receta para alguna comida mexicana muy deliciosa y muy fresca.
Por consejo de mi amiga Lisa, comencé mi odisea de comida mexicana en un lugar llamado Beach Liquor, que en realidad es una tienda de abarrotes.
Con la sensación de que a la mejor me estaban jugando una broma, pasé en el coche un Starbucks, un Coffee Bean & Tea Leaf, simpáticos cafecitos que servían simpática comida de cafecito y me estacioné justo frente a un mercado mexicano anodino en la avenida Linden. Entré y vi las mercancías normales de una tienda de abarrotes: exhibidores polvosos con papitas fritas, dulces, comida chatarra y boletos de lotería. Me habría salido inmediatamente si no fuera porque Lisa nunca se equivoca en estas cosas.
Así es que me dirigí al mostrador de embutidos al fondo, y con gran escepticismo ordené un burrito para desayunar. Entonces, algo pasó que hizo que me diera cuenta de que no sería mi última comida en esta anodina tiendita de abarrotes: el hombre detrás del mostrador empezó a quitarle las semillas a un tomate y a cortarlo en cubitos. Poco después, hacía lo mismo con un jalapeño. Luego con una cebolla. Y comencé a entender: era mi pico de gallo. De hecho, nada de lo que le puso a mi burrito salió de un frasco. No solo todos los ingredientes eran frescos, sino que lo más probable es que los hubiesen cultivado a unos cuantos kilómetros de distancia.
Lo siguiente fue que batió los huevos hasta quedar perfectamente esponjosos, les espolvoreó queso rallado hasta fundirse a la perfección y dobló todo dentro de una tortilla caliente. Se me hacía agua la boca mientras envolvía el burrito en papel. Salí caminando, encontré un asiento y desenvolví mi obra de arte. Observé a las personas que desayunaban en un café en la misma manzana, y mientras saboreaba hasta la última mordida, no pude evitar sentirme algo petulante.
Tacos y más
La parte engañosa de una odisea de comida en tres días es que no importa a cuántas personas se les pida consejo, y no importa cuán bien intencionadas sean, te mandarán a los lugares equivocados.
Quería comer en sitios mexicanos donde comen los verdaderos mexicanos. Puedo conseguir una aproximación bastante buena de comida mexicana cerca de mi oficina en la Ciudad de Nueva York.
Quería algo “muy auténtico”.
Si quería saber dónde comen los mexicanos, debería preguntarles a los mexicanos y no a mis excompañeros de escuela, Eric y Mara (quienes todavía viven en la zona). Al día siguiente, fui al Mercado Reyes, que vende botines del sur de la frontera, como Coca Cola mexicana (hecha con azúcar de caña en lugar de jarabe de maíz, que marca una diferencia mucho mayor de lo que se podría pensar). Les pregunté a unos jornaleros sentados afuera si me podrían recomendar un buen lugar para comer.
Así fue como encontré la taquería El Buen Gusto. Mientras comía mi quesadilla –caliente, pegajosa, con aguacate fresco encima–, le pregunté a la mesera Cecilia Vejar que para ella qué es lo que explica que la comida mexicana en Carp sea tan increíble. “La comida la hacen personas que saben a qué debe saber. Son las mismas recetas que usamos en México”, dijo.
Después de mi quesadilla (y quizá una orden de nachos), podía percibir que a mi odisea de comida mexicana la reemplazaría mi ‘coma’ por comida mexicana. Fue cuando llamó Lisa, la de las recomendaciones infalibles. “Se trata de nuestra reunión”, dijo. “Deja de reportear para tu artículo, ven a ver a todos y a tomarnos una cerveza”.
Una hora después estaba en la Island Brewing Co., una microcervecería a unas cuantas cuadras de la playa. La Generación 1992 estuvo bien representada ese día. Éramos como una docena amontonados alrededor de mesas en una terraza, riendo, reviviendo recuerdos, fingiendo que no era mucho lo que había cambiado en 20 años.
No es fácil regresar al lugar donde te hiciste adulto. No puedes disociarte de la angustia, los errores, la ingenuidad. Sin embargo, es catártico. En la noche, había revivido meticulosamente mi adolescencia, ya no quedaba comida mexicana que comer y concluía mi fin de semana en Carp.
Se había roto el sello de la nostalgia. Los eucaliptos dejaron de recordarme tan poderosamente que no había estudiado para los exámenes semestrales. Una versión más moderna y más increíble había remplazado a la vieja Carp, que todavía tiene la mejor comida mexicana. El lugar había cambiado y tomar conciencia de ello fue agridulce.
Todos nos fuimos con promesas de regresar para la reunión del 25 aniversario, pero, de momento, ya era hora de irse. Tenía que tomar un avión, y me esperaba mi familia.