Sorprendida en Las Vegas
En el bulevar de Las Vegas se asienta la mayoría de hoteles, como el París, que cuenta con una copia de la torre Eiffel en la que funciona un restaurante.
No me gustan los juegos de azar y menos aún las apuestas, por eso nunca imaginé que el destino me llevaría a Las Vegas, una ciudad que asocio con algo que me ocurrió hace poco en Ecuador. Un sábado me paseaba por Playas y en medio de un sendero que serpenteaba hasta el mar encontré un 9 de tréboles.
Ya en Guayaquil, mientras me dirigía a una esquina para llamar un taxi me topé con otro naipe al reverso, lo levanté y no pude contener mi sorpresa: era un 10 de tréboles. Cuatro días después regresé a Playas y la J de tréboles me esperaba al otro lado del rompeolas. Las Vegas se asemeja a ese trío de tréboles hallados por azar: mágica, insólita e inexplicable, aunque, pasado el momento del deslumbramiento inicial, se sabe que en el fondo no hay nada, solo apariencias engañosamente seductoras.
Desde la ventanilla del avión vemos pasar un árido desierto salpicado de rocas y montañas de tonos ocres y rojizos que un sol en llamas parece abrasar. Poco a poco una tenue línea gris va convirtiéndose en una avenida jalonada de rascacielos.
Cuenta la historia que Las Vegas debe su nombre a Antonio Armijo, un explorador español que guiaba una caravana desde Texas hasta Los Ángeles. A punto de arribar a su destino habían hecho una parada en el árido e inclemente desierto de Mojave, sin imaginar que más allá manantiales y riachuelos bañaban un verde valle. Armijo, no dando crédito a lo que veía, señaló el lugar en su mapa y lo llamó Las Vegas (“tierra baja, llana y fértil”). Esto ocurría en 1829. La ciudad, sin embargo, nació realmente el 15 de mayo de 1905 con la llegada del ferrocarril.
La expansión de Las Vegas
La legalización del juego en 1931 trajo consigo la aparición de grandes hoteles con casinos. En diciembre de 1946, Bugsy Siegel, un famoso gánster que manejaba varias operaciones ilegales de juego en la costa oeste, construyó un lujoso complejo hotelero al que llamó Flamingo. El jefe del crimen organizado aseguraba que había tenido una visión cuando un día contemplaba el desierto: ante él habían surgido enormes edificios, luces de colores, autos de lujo, juego, alcohol, mujeres y mucho dinero. Lamentablemente para Bugsy, una noche de junio de 1947, dos ametralladoras dieron cuenta de sus sueños mientras veía una película en el salón de su casa de Los Ángeles.
La inauguración en noviembre de 1989 del gigantesco hotel The Mirage, en cuyo ingreso había un volcán que entraba en erupción cada media hora, inició una doble etapa: por una parte, las nuevas construcciones comenzaron a alejarse del centro original de la ciudad y, por otra, megahoteles temáticos y majestuosos tendían sus estructuras hacia el cielo a lo largo del bulevar de Las Vegas, mejor conocido como Las Vegas Strip.
Una incongruente realidad
Dejamos el auto de alquiler en el estacionamiento, cruzamos la puerta del hotel Planet Hollywood y, antes de llegar a la recepción, un túnel del espacio nos había trasladado a una ciudad de estilo oriental. Me sentía caminando por una callecita de Damas, Estambul o Marrakech. Alcé los ojos buscando el sol, pues la iluminación era la del atardecer y habíamos aterrizado a eso de las diez de la mañana, y descubrí una cúpula con nubecillas y todo que hacía las veces de cielo.
Este admirable efecto de trampantojo se corrió como la pintura de un cuadro cuando reparé en los modernos locales comerciales, las tiendas de firmas selectas y los indefectibles restaurantes de comidas rápidas. Le pregunté a la pareja amiga que me había invitado a hacer este viaje el porqué de tal decoración en un hotel que se llamaba Planet Hollywood.
Me explicaron que este antes llevaba por nombre Aladdin y había sido renovado conservando su recreación del mundo de Las mil y una noches. De pronto escuché el abatir de una tormenta tropical, me dejé guiar por el sonido y llegué a una suerte de estanque sobre el que caían en ráfagas gotas de una lluvia artificial. Aquí me decreté un descanso. Necesitaba acostarme en la cama y acostumbrarme a la sensación de estar sumida en una incongruente realidad.
Paseo obligado
Trip por la Strip después de sleep a bit. I feel a little kitsch. No se asombren de que me haya puesto a jugar de forma tan disparatada con las palabras en una metrópoli donde la lógica se ha trocado en sinrazón. Caminando hacia el norte por la Strip destacan primero las cascadas que flanquean la entrada del Mandalay Bay y luego, en la misma cuadra, las cortinas de agua que brotan de la fuente del Bellagio y alcanzan los 12 m de altura al compás de la música y de efectos luminosos. Todo esto en la ciudad más seca de los EE.UU., un lugar donde solo llueve 19 veces al año.
En Las Vegas se comprende por qué únicamente el 30% de los estadounidenses tiene pasaporte, ¿para qué sacarlo si, en pocas horas y sin sobrepasar los límites del bulevar, se puede viajar a la versión condensada y corregida de París, Venecia, Egipto o el propio Nueva York?
El París Las Vegas, como su nombre lo deja entrever, recrea en su interior y exterior la capital francesa. Delante del hotel se yerguen las réplicas del Museo del Louvre, la torre Eiffel, la Ópera Garnier, el Arco del Triunfo y la fuente de la Concordia. Tres patas de una torre Eiffel de 164,6 m –la original mide 364 m– entran al interior por el abovedado techo del casino.
Las mesas de juego están ubicadas debajo de unas estructuras que reproducen el estilo Art Nouveau de las antiguas entradas al metro parisino.
Me siento realmente deambulando por París hasta que llegamos a una reja, a través de ella se observan casas con entramados de madera y techos inclinados. Les comento a mis amigos que aquella arquitectura parece alsaciana, y en efecto lo es, uno de los restaurantes se llama L’Alsace. Así es Las Vegas: basta con cruzar el umbral de la puerta para que estemos en una región fronteriza con Alemania y Suiza, a unos 500 km de donde supuestamente nos hallamos.
Salimos al exterior y llegamos a The Venetian, un hotel que sobresale por su magnificencia. Los visitantes pueden tomar una góndola en un lago situado frente al casino y, surcando los canales, recorrer el interior de una Venecia en todo su esplendor, mientras el gondolero –pañuelo rojo anudado al cuello, camiseta marinera y sombrero de paja– canta O sole mio si se le paga por el servicio. Las réplicas del Palacio Ducal, el Puente de los Suspiros, la torre del Campanario, la plaza San Marcos y los elegantes palacetes y puentes crean un entorno impresionante.
En la plaza San Marcos, como si se tratara de un espacio al aire libre, hay espectáculos musicales, estatuas vivientes, restaurantes y cafés, artistas callejeros que pintan retratos, venden máscaras de carnaval y moldean esculturas. Sin negar el arrobamiento que me produjo tanta hermosura, sigo prefiriendo la plaza verdadera con los excrementos de sus miles de palomas y los efluvios malolientes que se desprenden del Gran Canal.
El non plus ultra de este, el viaje más exótico de mi vida, es la pirámide del hotel Luxor, pues en la ciudad egipcia de donde toma su nombre no hay ninguna. En la entrada, una supuesta reproducción de la esfinge de Guiza invita a morirse de risa. Mientras que la auténtica ha perdido los colores y luce la piedra caliza original, la del hotel Luxor nos produce la impresión de estar viendo la réplica technicolor años 50 de Yul Bryner interpretando el papel de Ramsés II en la película Los Diez Mandamientos.
La versión made in Las Vegas de la esfinge hace que el pobre Yul Bryner cobije bajo su falsa barba –la que adornaba el mentón de la esfinge de Guiza está en el Museo Británico– la estatua de un faraón modelada según las características corporales de Robocop y C-3P0, el androide de La guerra de las galaxias, y de los pies de La Mole. Ni hablar del interior, un pastiche digno de figurar en el Récord Guinness del mal gusto o en el Aunque usted no lo crea de lo ridículo.
Qué refinamiento, en cambio, el del Bellagio con sus flores de cristal creadas a mano cubriendo los 185 m² del cielo raso del vestíbulo o la del Aria con su contemporánea arquitectura de líneas puras, juego de volúmenes y exquisitez en los detalles.
Pasamos del exterior al interior, de un casino al otro, de la corte del rey Arturo a Nueva York, del encanto vetusto de los muros color rosa del Flamingo a los ricamente decorados salones del Caesars Palace, de un monorriel a una escalera mecánica, de un paso peatonal elevado a los pasadizos que se conectan entre sí en Las Vegas subterránea.
He perdido la noción del tiempo y la realidad, no sé si vivo un atardecer en una ciudad oriental o un mediodía en la plaza San Marcos; si ese sol de 40 grados centígrados que afuera nos quema es real o simplemente cuelga de una bóveda celeste que envuelve por entero la ciudad; si los inmensos casinos con sus miles de mesas de juegos y tragamonedas son una visión de Bugsy Siegel o tienen sustancia concreta y material.
Regresamos al hotel. Sé que nos acostamos a las 4, pero ignoro si de la mañana o de la tarde del día que llegamos o del siguiente.
La Q de tréboles
En mis planes nunca estuvo ir a conocer esta ciudad, me resultaban suficientes las imágenes de tarjeta postal que había visto en la serie televisiva CSI: Las Vegas, de “tarjeta postal”, porque los episodios se filman en escenarios de California. Y tras la visita, ¿qué puedo decir? Simplemente que Las Vegas me encantó, no imaginaba que existiese un lugar así, tan absurdo, divertido y alucinante a la vez, el súmmum del pastiche y del glamur concentrados en unos pocos kilómetros. Haber ido es como haber encontrado la Q de tréboles, no tiene ningún sentido, pero reconforta creer que la vida nos ha favorecido con una experiencia única. ¡Vale la pena usar el pasaporte!