Una vida de jinete
La adrenalina y el amor por sus caballos superan cualquier temor que María Teresa Carrión-Manzur pueda sentir al montarlos.
La mirada de las adolescentes se ilumina por varios motivos. Conocer a su cantante favorito, que el chico que les gusta les escriba o un viaje con sus amigas. Pero los ojos de María Teresa Carrión-Manzur, de 14 años, se encienden por unos seres de enorme dentadura y cola muy peluda.
Su amor por los caballos ocurrió a primera vista cuando alcanzaba escasamente los 5 años. Y si hay que buscar algún Cupido, entonces sería su abuelo, Carlos Manzur Pérez. Era él quien la llevaba al hipódromo y, al finalizar las carreras, le permitía dar una breve vuelta sobre estos majestuosos animales solo para ver sonreír a su nieta. “Desde entonces ya nunca más quise alejarme de ellos”, recuerda María Teresa.
Pese a su edad y estatura, ella no tenía la menor intención de montar un poni. Mientras más grande sea el caballo, mucho mejor. “Ella le dijo al entrenador que si le iban a dar un caballo chiquito ella no quería seguir montando, pero todos tenían miedo de subirla en uno grande”, recuerda la señora Petita Marcillo, quien ha estado junto a María Teresa desde que nació, y es una de sus mayores fanáticas.
Quería montar sola y admite que le frustraba que sus entrenadores del Guayaquil Country Club la llevaran guiada por una cuerda. “No quería depender de nadie”, confiesa esta fanática de la adrenalina.
Y es que ver su pequeña figura sobre animales de tremenda altura dejaba muchas dudas entre los expertos. Muchos pensaron que eran los caballos quienes llevaban a María Teresa sobre sus lomos y que ella carecía de control sobre ellos.
Pero ahora su casa está llena de medallas y diplomas que prueban lo contrario. De todos los tamaños, colores y formas, su abuela, María Elena de Manzur, muestra sus reconocimientos y fotografías con una mezcla de amor y orgullo que no puede ocultar. “Con este talento se nace”, dice. “No me crea a mí, pero así dicen”.
En el 2012, María Teresa fue Campeona Nacional del Campeonato de Adiestramiento; el año pasado alcanzó el segundo lugar en el FEI Jumping Children Silver Quito; y hace unos meses fue tercer lugar en Boston, Estados Unidos, en la competencia Children’s of America Dressage Invitational, CADI, que son algunas de sus participaciones más destacadas.
Además, ya es dueña de una posición a nivel mundial en el ranking en Dressage de la Fédération Equestre Internationale (FEI).
Su abuela y la señora Petita son sus compañeras de viaje y las encargadas de tener todo listo para sus campeonatos. Y también son ellas las que se han llevado ya varios sustos. “Yo siempre le rezo al Arcángel Miguel y a Dios que por favor no la deje caer”, dice Petita.
Sin embargo, estos sucesos han sido inevitables. Uno ocurrió cuando ya había acabado la competencia. Al parecer, durante la premiación, una de las cintas de la escarapela del caballo hincaba su ojo y, cuando María Teresa se disponía a salir a dar la vuelta de la victoria, el animal se movió bruscamente y arrojó a la jinete contra un árbol.
El resultado: una clavícula rota y varios meses sin poder competir. Pero para María Teresa lo más triste no era el accidente, su aflicción era no poder montar a sus caballos.
“No sabía qué hacer. Llegaba del colegio, hacía los deberes y después ¿qué? Yo no soy de las chicas que se quedan viendo series. Me moría de ganas de salir”. Era como una madre a quien no le permitían ver a sus hijos. Porque eso es lo que son para María Teresa sus caballos: Emilia, Gitano, Prieto Azabache, Pilar, Sagitario y Rashad. “Nunca se ha muerto uno de mis caballos y nunca he vendido ninguno tampoco. Los quiero demasiado, los amo y no los puedo dejar ir”, confiesa sin poder evitar que sus ojos quieran llenarse de lágrimas, quizás de solo imaginar que algún día deba enfrentarse a ese difícil momento.
“El caballo y el jinete no son algo separado, son un binomio. Y esta dupla tiene que construirse, si no, no tiene éxito”, explica su abuela.
Y esto es algo que María Teresa sabe desde el momento que eligió su primer ejemplar: Emilia. Además de ella, había otros compradores interesados pero, por alguna razón que sus familiares no saben explicar, la yegua obedeció a la niña. “Mientras los otros compradores la probaban, ella decía: ¡No saltes Emilia, no saltes! Que tú vas a ser mía. ¡Y la yegua no saltaba! Solo cuando le tocó montarla a Emilia, a ella sí le obedeció”, relata Petita.
Ese amor incondicional hacia sus peludos amigos la hacen también complacer cada uno de sus caprichos. “Gitano es engreído como él solo”, comenta su abuela. “Si el agua está fría, él no la bebe, y si no toman agua, los caballos se mueren, así que había que calentarle el agua para que tomara; si se siente solo, le da fiebre; y cuando hace calor, le crece el pelo y hay que cortarlo”.
Y este ha sido solo el principio. Al haberse involucrado en la equitación a tan temprana edad, aún le queda una larga trayectoria. Su familia y amigos vibrarán desde el público con cada uno de sus saltos pero, de seguro para ella, solo será seguir haciendo lo que le gusta. “Yo solo voy, me divierto y hago lo que entrené. Me exijo, pero no soy de las personas que solo quieren ganar. Es un momento mágico”.
Nunca se ha muerto uno de mis caballos y nunca he vendido ninguno tampoco. Los quiero demasiado, los amo y no los puedo dejar ir”.
María Teresa Carrión-Manzur