Tortuga Diego: El Don Juan de Galápagos
Diego es la tortuga que salvó a su especie. Esta experiencia ha servido como ejemplo sobre cómo evitar la desaparición de fauna en el laboratorio de la evolución que son las islas.
De todas las tortugas gigantes que hay en estas islas, donde nació la teoría de la evolución, solo unas cuantas han recibido nombres memorables.
Existió Popeye, adoptado por marineros en una base naval ecuatoriana. También hubo un Solitario George, el último de su linaje, que pasó años ignorando a las hembras con las que compartía una jaula. Además está Diego, un macho vetusto que es lo opuesto a George. Diego ha procreado a cientos de crías: 350, según cálculos conservadores, o unas 800, según los cálculos más fantasiosos. Sin importar cuál sea la cifra, son buenas noticias para su especie, Chelonoidis hoodensis, que estaba al borde de la extinción en los setenta. Apenas quedaban más de una decena de sus familiares; la mayoría de ellos eran hembras.
Después llegó Diego, que en 1977 regresó a las Galápagos desde el zoológico de San Diego. “Seguirá reproduciéndose hasta que muera”, dijo Freddy Villalva, quien cuida a Diego y a muchos de sus descendientes en un centro de reproducción en este complejo de investigación, ubicado en una costa volcánica rocosa.
Las historias sobre Diego y George demuestran lo mucho que las Galápagos, en Ecuador, han servido como laboratorio evolutivo del mundo. Muy a menudo, el destino de toda una especie que ha evolucionado a lo largo de millones de años puede depender de la supervivencia de un día al otro de tan solo uno o dos animales individuales.
Diego y sus descendientes son parte de una de las iniciativas más destacadas para hacer que prosperen las poblaciones de tortugas de las Galápagos. Se estima que quizá tiene un siglo de edad y es uno de los principales motores de una recuperación notable de la especie hoodensis: ahora hay más de mil de esas tortugas en la isla Española, en Galápagos.
Fauna desaparecida
Su historia contrasta con la de Solitario George, que quizá era el residente más famoso de las Galápagos cuando murió en 2012 y tenía casi 100 años. Su especie, Chelonoidis abingdonii, ahora vive solo en camisetas y postales porque George, encontrado en 1971 por un biólogo en la isla de Pinta, jamás procreó ninguna cría en cautiverio.
En Galápagos, alrededor de 11 de casi 115 especies animales conocidas se han extinguido desde que los científicos comenzaron a llevar registros. Sin embargo, el establecimiento de un parque nacional, así como los esfuerzos de los científicos, significan que las extinciones son una rareza. Por eso la muerte de George fue un golpe tan fuerte.
Los científicos hicieron todo lo que pudieron para sacar más abingdonii de George y sus parejas.
Cuando George murió, una autopsia reveló que no se trataba de una falta de potencia, sino de una afección anatómica que afectaba su órgano reproductivo e impedía que procreara.
“No nos gusta hablar de eso”, dijo –medio en broma– James P. Gibbs, un profesor de biología de conservación de vertebrados en la Facultad de Ciencias Ambientales y Forestales de la Universidad Estatal de Nueva York, y uno de los expertos en tortugas en el mundo.
Tanto George como Diego tenían caparazones mucho más pequeños que los de otras especies, así como largos cuellos para alcanzar los pocos cactus que crecían en su ventosa isla. De alguna manera, esos pequeños caparazones fueron una maldición en sus hogares: los abingdonii y hoodensis eran presa fácil para los bucaneros y balleneros que llegaron a sus islas en siglos anteriores y tan solo los veían como alimentos indefensos y lentos que podían recoger fácilmente.
Tampoco ayudó que las tortugas gigantes de las Galápagos pueden sobrevivir hasta un año en el casco de un barco, lo que significa que brindan un suministro casi infinito de carne fresca, pues apilaban cientos de ellas debajo de la cubierta. Incluso las arrojaban por la borda cuando una nave necesitaba perder lastre para escapar rápidamente.
Una de las personas que cenaban carne de tortuga gigante era Charles Darwin. “Vivíamos solo de carne de tortuga; cuando la coraza se asa con carne en ella es muy buena. Además, se puede hacer una sopa excelente con las tortugas jóvenes”, escribió Darwin en 1839, cerca del punto máximo del saqueo de tortugas, en el que unas 200.000 fueron asesinadas o cazadas en las islas.
La recuperación de la especie hoodensis de Diego también trae consigo un dilema que desconcertó a Darwin durante sus aventuras en las Galápagos hace más de un siglo, cuando estudió su fauna.
Conforme Diego produce más crías, y conforme las que ha producido se reproducen entre sí, toda la especie hoodensis podría comenzar a parecerse a Diego.
Los científicos evolucionistas llaman a este proceso el efecto de cuello de botella; es cuando los genes de los sobrevivientes llegan a dominar el acervo genético, mientras las poblaciones repuntan. Eso es particularmente cierto en islas como Española, donde las tortugas de otros linajes no se reproducirán con los familiares de Diego.
Durante una tarde reciente, los expertos en tortugas se mostraron polarizados en cuanto a qué riesgo representa eso para la especie hoodensis. Gibbs lo llamó una “zona peligrosa”, donde la falta de diversidad genética podría significar que sean susceptibles a enfermedades peligrosas o cambios en el hábitat a causa del cambio climático.
Sin embargo, Linda Cayot de Galápagos Conservancy no estuvo de acuerdo, y dijo que las especies isleñas de las Galápagos tienen una larga historia de verse reducidas a tan solo algunos sobrevivientes que repuntaron sin incidente alguno, como una población de tortugas gigantes que eligió vivir en la caldera de un volcán.
Después de que el volcán hizo erupción hace 100.000 años, las tortugas repuntaron y regresaron a la caldera. “Cada especie vino de un cuello de botella”, dijo Cayot. “Es lo que pasa en las Galápagos”. (I)