¿La nueva 'Dolce Vita'? Ahora en el nuevo milenio
La decadencia romana que inspiró a Federico Fellini una de sus obras maestras, es motivo de La Gran Belleza, una película igualmente ligada a los desengaños de una civilización occidental al borde del colapso.
“Roma o morte”. En Roma o morir. La gloriosa inscripción está en el monumento a Garibaldi junto a una fuente de agua celeste, en un día soleado, con aquella luz dorada –o casi rosada– que solo se puede advertir en Roma. Será que la magia eterna de esta ciudad no solo convulsiona las mentes de grandes artistas sino que sus colores y luces emanan de un pasado milenario registrado en cada piedra de sus veredas.
Un grupo de turistas japoneses toman fotos desde las terrazas de la colina de Janiculum frente a la indescriptible grandeza de la ciudad. Uno de ellos cae infartado y su cámara rueda por el piso. ¿La belleza lo mató? Todo esto es enmarcado por las voces de un grupo coral femenino que ensaya los acordes de Yo miento, del compositor neoyorquino David Lang, junto a flashes de rostros romanos que pueblan la magnífica obertura de la película de Paolo Sorrentino y le dan un destello espiritual que no nos prepara para lo que viene después.
La Gran Belleza (La Grande Bellezza) es finalmente el registro de la vida de Jep (‘Jeppino’) Gambardella, célebre periodista que cumple sus 65 años en medio de un bacanal como solo puede vivirse en la urbe, donde los emperadores bajaban el dedo pulgar y los cristianos eran masacrados por leones en el Coliseo. La ruina de ese edificio está al frente del penthouse donde vibran los cien invitados del fiestón de Jep y toda la escena parece un musical creado para uno de los círculos del infierno de Dante. Con diablos muy alegres y drogados, algunos semi-desnudos y donde la diminuta Viola, editora de Jep que mide menos de un metro porque es enana, es manteada, mientras los afluentes bailarines –jóvenes y viejos– se concentran en A mover la colita.
No hay límites culturales en los sonidos de esta Roma del 2013 ni en la vida de Jep. El desenfreno es asumido tanto como las reflexiones de la actualidad, porque el menaje que rodea a este periodista se parece mucho al de Marcelo Mastroianni en La Dolce Vita, pero allí el personaje tenía casi cuarenta años menos que Jep y su trabajo era cubrir tanto la crónica roja como la rosada. Jep solo enfrenta entrevistas con personajes que mueven los cimientos de la sociedad que parió a Berlusconi y sus monopolios mediáticos, junto a los escándalos políticos que trastocan el país y lo sumergieron en interminables desastres financieros.
El actor
Interpretado por Toni Servillo, Jep se convierte en una creación magistral. Un solterón hedonista cuyo rostro en la tercera edad refleja una mirada benevolente hacia las debilidades de la triste humanidad que lo rodea, especialmente durante largas caminatas diurnas y nocturnas en las dos horas 20 minutos de duración de esta fascinante experiencia cinematográfica. Servillo ha acompañado en dos películas anteriores a Sorrentino, especialmente se recuerda su icónica encarnación del político Giulio Andreotti en Il Divo (2008), donde su apariencia se transformó en una especie de Nosferatu, que se conectaba a intrigas violentas que hasta arrastraban jerarquías del gobierno y del Vaticano.
Servillo aporta una ambigüedad permanente a su creación, porque el director nunca trasluce una visión cínica de lo que vemos. Al igual que los protagonistas de las grandes películas del neorrealismo italiano, estos héroes pueden salir de alcantarillas y de los escenarios más abyectos, pero siempre son redimidos por un pesimismo superado que parece escondido y que nunca es ingenuo. Así, La Gran Belleza que percibimos no es simplemente la grandeza de la ‘ciudad eterna’ que es parte crucial de estas vidas. Servillo-Jep nos traslada siempre a su propia interioridad.
Sabemos que él escribió hace cuarenta años El aparato humano, una novela que mereció el aplauso general impropia de un joven rebelde de 26 años. En Jep no hay una línea divisoria entre lo sagrado y lo profano y finalmente son sus sentimientos y recuerdos de juventud los que poco a poco comenzamos a sentir como el alma de esta gran película. Quizás su única esperanza es la de volver a escribir otra ficción.
Cámara voladora
Paolo Sorrentino filma su odisea con una cámara que se ha instalado en el hombro de algún arcángel, que se desliza en los techos, entre las flores o bajo los puentes del Tíber. Nunca sentimos ningún aparataje digital, más bien todo es artesanal y realizado con una pureza visual revitalizada por los escenarios captados. Como ese extraño personaje del maletín que lleva a Jep y su pareja a los salones de palacios privados, donde se esconden piezas artísticas que solo ven las aristocráticas familias que las guardan celosamente.
Este depurado estilo visual es más la obra de un poeta de las imágenes que las de un realizador cinematográfico en una era donde la tecnología es la protagonista de las películas más comunes y populares. Tampoco somos manipulados con la edición de metralla que es de rigor en los montajes actuales.
Aquí no hay una historia concreta que seguir, porque las aventuras de este hombre son más introspectivas que sus acciones. Sus ligazones sentimentales suceden de la manera más imprevista, especialmente cuando el viejo amigo que comanda un cabaret, lo introduce a su hija Ramona (Sabrina Ferilli) que es la estrella del strip-tease en el lugar y que le trae una melancolía a su vida que él evita.
Y están sorpresas que a veces nos aturden, porque podrían salir de un cuadro de Salvador Dalí o de una película de Luis Buñuel. Una manada de flamingos aparecen en la terraza del penthouse y nunca hay una explicación certera. O la jirafa en ese patio desolado donde un mago la hace desaparecer...
“Esos animales que aparecen y se esfuman son como los seres humanos”, apunta Jep. “Estamos aquí por algún truco”. Por eso, La Gran Belleza es mucho más que el arte de la hechicería cinematográfica, con difusos y a veces alucinantes personajes en una ciudad donde el pasado es el presente y viceversa. Sus visiones son tan hipnóticas como los sonidos, con cánticos inspirados en la poesía de William Blake, el más místico de los poetas ingleses. Hay secretos siempre en la existencia, pero de nada sirve hacer las grandes preguntas porque tampoco hay respuestas.
“Solo seguimos en nuestro bla bla bla de cada día y la única verdad es la de nuestras emociones y afectos”, confiesa Jeppino a la cámara. La Gran Belleza es una nueva Dolce Vita, recargada para nuestros tiempos.