¡Hitchcock vive carajo!
Lo de que este gran director británico era el ‘maestro del suspenso’ era un calificativo secundario para el que fue uno de los realizadores más influyentes, innovadores e irreverentes en la historia del cine. Un cinéfilo acérrimo cuenta algunas razones.
La exclamación me salió de donde ya saben cuando pensaba en el título de esta nota. Para los que se hayan olvidado de mi columna De cine y del resto en La Revista –imagino que la mayoría– quiero decir por primera vez mi razón primordial para abandonarla.
Me aburrí de la disciplina semanal de escribir sobre películas superfluas o pretenciosas cuando yo mismo ya no sentía la pasión que inspiraban frecuentemente algunos de los directores que formaron una voraz adicción al cine desde mi niñez.
Y saltó de repente la noticia en el diario hace dos semanas: la filmación de The making of Psycho, un largometraje que dramatiza el rodaje de Psicosis (1960), uno de los tantos filmes icónicos del director Alfred Hitchcock, con Anthony Hopkins en el papel de Hitch (así lo llamaban todos en los estudios), Scarlett Johansson como Janet Leigh y James D’Arcy como Anthony Perkins.
Adaptada del libro del periodista Stephen Rebello, la historia es el testimonio de una investigación detectivesca sobre los entretelones de la producción cinematográfica en Hollywood, con intrigas tan incandescentes y divertidas como las propias películas de Hitchcock.
Y allí me quedé. Porque mi memoria hizo un racconto –en argot de cine, un corte al pasado– a la época adolescente (1961) de mis 13 años y una tarde imborrable: aquella en que junto con un compañero de colegio nos escapamos de las clases en la tarde para estar en el estreno de Psicosis, sentados furtivamente en el mezanine del Teatro 9 de Octubre (donde ahora están los Supercines) y descubrir –no, no, vivir es la palabra exacta– una de esas experiencias trastornantes que explotan en nuestros espíritus para no irse nunca.
Los más adultos la recuerdan con un dejo de nostalgia, pero yo no. Psicosis empieza en una tarde calurosa de Phoenix, Arizona, con una pareja semidesnuda (Janet Leigh y John Gavin) en el cuarto de un hotel, después de una tórrida sesión amorosa. La cámara de Hitchcock penetra por la ventana llevándonos como voyeuristas a esa intimidad para hacernos conocer el drama de Marion (Leigh), la secretaria que mantiene una relación con un hombre casado. Janet Leigh en esa época era una rubia angelical, esposa de Tony Curtis, conocida por comedias y películas románticas.
Verla en esa sórdida habitación era el primer shock. Lo que viene después es un angustioso escape: ella roba el dinero de su oficina y huye en su carro para buscar una nueva vida con su amante en otra ciudad. En la carretera cae un aguacerón y se aloja en el solitario Bates Motel, donde el supervisor es Norman Bates (Perkins), hijo de la dueña que habita en la mansión gótica cercana. Llego hasta aquí, porque lo que le sucede a Marion en la ducha de su habitación puso a Psicosis en el top ten de algunos críticos y vista cincuenta años después, la escena hace palidecer a cualquiera de las copionas ofertas cinematográficas actuales. Por eso está en nuestra portada.
Vivir con la culpa
En la década del cincuenta, el director estaba en una etapa creativa asombrosa. Extraños en el tren (1951), Yo confieso (1952), Dial M for Murder (1954), Ventana indiscreta (1954), El hombre que sabía demasiado (1955), The Wrong Man (1956), Vértigo (1958), North by Northwest (1959), entre otros diamantes, están ya en un glorioso panteón del séptimo arte en las antologías de estudios cinematográficos académicos desde Los Ángeles hasta Japón.
Y el sentimiento de culpabilidad que acompañó mi escapada colegial se conectó a la espeluznante escena de Psicosis para el resto de mi vida. El cine de Hitchcock nos lleva precisamente a eso: a nuestras angustias más secretas, a nuestras ansiedades y frustraciones.
Pero su genialidad es la narrativa: “cada corte de una película, aunque dure de tres a diez segundos, es información para el público”, declaraba en 1967 a Francois Truffaut, otro célebre director y fan hitchcockiano en el libro que ese precursor de la Nueva Ola francesa le dedicó.
Para Hitch, la claridad de una historia es la cualidad más importante en la realización de un filme. Y así como esos primeros 40 minutos de Psicosis son una clase magistral de cinematografía, hay escenas en otras de sus películas igualmente impactantes.
Nacido en 1899 en un barrio londinense, Hitchcock se formó en una educación católica y dirigió su primera película silente en 1922. Mucho de lo que vivió en su niñez y juventud tiene que ver con una educación religiosa inundada de temores y castigos.
A los 5 años su padre lo “guardó” por diez minutos en un retén de policía por haberse portado mal en casa. Muchos dicen que ese trauma persiguió a Hitch toda su vida y se trasladó a la atmósfera de sus películas.
Su vocación cinematográfica lo llevó a descubrir los revolucionarios avances tecnológicos del expresionismo alemán en los estudios UFA cerca de Berlín, conociendo a F.M. Murnau, célebre director de Nosferatu.
Con una filmografía de 59 largometrajes hasta su muerte en 1980, es un dilema discernir cuántas de esas películas son las “grandes”. La etapa silente tuvo The Lodger (El inquilino, 1925), pero en Inglaterra muchos se inclinan por la fascinante The 39 Steps (1935) o The Lady Vanishes (1938).
Lo que siguió en Hollywood lo posicionó como el gran director británico que se mantenía al borde de la vanguardia comercial y artística, porque tanto la crítica norteamericana como la europea reconocían su extraordinario don para contar historias, filmándolas con la frescura de un joven realizador que siempre descubría nuevos ángulos para visualizar sorprendentes perspectivas. ¿Quién podría olvidar la apocalíptica ambigüedad de Los pájaros (1963)?
Con Mr. Hitchcock
Doce años después de mi encuentro con Psicosis, el sueño del cinéfilo se cumplió en una salita del honorabilísimo Hotel Saint Regis de Nueva York. En una gloriosa mañana de junio (donde yo residía por algunos años), Universal Pictures invitó a un grupito de diez corresponsales latinoamericanos a un encuentro con Mr. Hitchcock a propósito del estreno mundial de Frenzy (Frenesí, 1972).
El filme tenía una particularidad única: marcaba el regreso del director a sus amados escenarios londinenses después de casi tres décadas de ausencia. El retorno resultó magistral.
Desde la primera secuencia, una toma panorámica del Támesis y del Tower Bridge se va acercando lentamente a un parque a orillas del río, bajo acordes marciales que sirven de obertura para el discurso de un político que presenta su campaña sobre la contaminación ambiental. El alarido que lo interrumpe es fulminante. Alguien ha descubierto en las aguas el cadáver desnudo de una mujer estrangulada con una corbata.
El frenesí de Hitch –sus pasiones de cineasta– volvían a su tierra en una historia repleta de suspenso con un asesino en serie que se esconde en una fachada de ‘normalidad’ que hace todavía más chocante su descubrimiento. Y el toque humorístico británico de su creador se restauraba admirablemente.
Sentado junto con el maestro en un sofá –“por solo ocho minutos” nos había dicho la relacionista pública–, mis balbuceos veinteañeros se perdieron en la memoria, porque cuando envié la nota sobre la película a la revista Vistazo mi foto no había llegado y casi todo se recortó. “Esos cuadros tan verdes en el aposento de la madre del asesino”, recuerdo que le dije, “¿cuál es la razón, Mr. Hitchcock?”. Su rostro era imperturbable y sus manos estaban siempre juntas sobre sus rodillas. “¿Qué no sabe? ¿Ha visto usted un cadáver ya bien frío alguna vez? Siempre es verde...”.
Alfred Hitchcock nos enseña que la complacencia, nuestra rutina diaria, siempre esconde secretos oscurísimos. Nadie es totalmente “normal”. Todos tenemos culpas secretas, especialmente cuando vivimos en una sociedad conformista. Pero sus películas nos enganchan de principio a fin.
Quizás porque también nos escapamos con botines secretos en senderos desconocidos, para llegar a un destino que nadie puede predecir. La travesía puede ser escalofriante. Aguanten entonces mi grito cinéfilo: ¡Hitchcock vive, carajo!
Las rubias de 'Hitch'
El director tenía una gran debilidad por las actrices rubias, a pesar de que se refirió a los actores en general como “ganado para ser arreado”.
Janet Leigh
“Hitchcock me transformó como actriz”, decía. La escena de su asesinato en la ducha en Psicosis fue un suceso mundial.
Kim Novak
Su rostro iluminó la ambientación de Vértigo, con los arreglos sinfónicos de Bernard Herrmann, compositor preferido del director.
Eva Marie Saint
Seduce a un agobiado Cary Grant en los trepidantes peligros de North by Northwest (Intriga Internacional).
Grace Kelly
Antes de ser la Princesa de Mónaco, ella hipnotizó sensualmente a James Stewart en Ventana Indiscreta.