Miedos y risas: Inspiraciones literarias
El Gran Hotel Budapest obtuvo el Globo de Oro como la mejor comedia del año. Es una acelerada visión sobre lúgubres intrigas en la Europa de los años treinta, en los albores de una debacle bélica.
No es del todo común: una comedia que empieza con una chica caminando por la calle de una gris ciudad europea y que entra a un cementerio a dejar flores en un monumento a quien fuera “nuestro tesoro nacional: el autor”. El nombre de ese escritor no se esclarece, lo que sí vemos es la portada del libro que reposa en el regazo de la chica: El Gran Hotel Budapest, obra que pertenece al adusto rostro de mármol que la cámara introduce en primer plano.
Pero el director Wes Anderson jamás oculta sus influencias. O sus inspiraciones. Y esta última y vertiginosa humorada –en especial aquí, clasificar ciertas obras artísticas a veces resulta injusto– trae en los créditos finales la fuente: el escritor austriaco Stefan Zweig (1881-1942), que origina lo que podría convertirse en la película más importante de este joven realizador. El crédito a Zweig luce también como un homenaje y aparece al final antes del nombre del director y de los actores. Así de vital es su importancia.
Ese “tesoro nacional” anónimo que vemos en el cementerio hasta guarda un parecido físico con Zweig, encarnado por el actor Tom Wilkinson. Y la historia que viene a continuación se liga al escritor en 1985 cuando recuerda en su hogar lo que él vivió en un invierno de 1968 en los inmensos salones del Hotel Budapest del imaginario país de Zubrowka. Allí el autor es interpretado por Jude Law.
Fuera de temporada el hotel tiene pocos visitantes, los empleados no esconden su aburrimiento y el autor se fija en una misteriosa y barbada figura que recibe especiales atenciones de todos. Es el Sr. Mustafá (un avejentado F. Murray Abraham), que resulta ser el propietario del hotel. Hay un acercamiento especial de estos dos seres solitarios. Y con lo que Mustafá le cuenta tristemente al escritor, nos vamos a la época de oro del Hotel Budapest en 1932.
El mundo del ayer
A la manera de un juego de dominó en el que cada ficha es un año de un tiempo que se derriba melancólicamente, Anderson recrea entonces el suntuoso mundo del ayer que Mustafá descubrió cuando entró a trabajar como lobby boy para Monsieur Gustave (un extraordinario Ralph Fiennes), el extravagante concierge del hotel. El joven Mustafá (interpretado por Tony Revolori) comienza un adiestramiento hotelero que se convierte en esta película en el testimonio de una vida de emigrante, en una Europa desvencijada que se está sumergiendo en los horrores del nazismo y de herencias políticas que Monsieur Gustave conoce a cabalidad, pero que nunca permite que se infiltren en su espíritu refinadamente hedonista, liberal y sensible a los seres humanos más dispares.
El Gran Hotel Budapest registra magníficamente la época a través de una maraña de situaciones e intrigas que involucran a los dos protagonistas con la herencia de Madame D (irreconocible, Tilda Swinton), una anciana multimillonaria que es asesinada y que mantenía relaciones con Monsieur Gustave, lo que desata la brutal persecución de su maléfico hijo (Adrian Brody) y su secuaz-sicario (William Dafoe).
Al mismo tiempo, Mustafá se enamora de Agatha (Saoirse Ronan), la experta pastelera que se convierte en una pieza clave para una fuga que es parte del sublime aparataje visual que Anderson imprime a su película.
Este pasado lejano que descubrimos parece artificial, salido a veces de un parque temático de Disney, donde el acceso a los recónditos ámbitos en las alturas montañosas del hotel se da en funiculares que parecen suspendidos de las nubes.
De la misma manera, Anderson filma las tres etapas de la historia en diferentes formatos de pantalla, correspondientes a cada época. Como que el paso del tiempo es también registrado en la propia realización fílmica.
El “autor” verdadero
En el prolijo detallismo de la narrativa y la fabulosa dirección artística –fotografía, ambientación, vestuario, música– Anderson es un heredero de los grandes maestros de Hollywood. Palpamos el suspenso del cine de Alfred Hitchcock y el ingenio de Ernest Lubitsch, junto con el humor de ambos. Pero debajo de la excéntrica apariencia del filme está un sentir misterioso y desencantado. Stefan Zweig, ese “patrimonio nacional” que sobrevivió la Primera Guerra Mundial, nació en el imperio de los Habsburgo en 1881. Eso se deshizo años después y el señor se quedó sin patria.
Su vida fue un largo peregrinaje entre varios suelos: Austria, Alemania, Inglaterra, EE.UU., para finalmente suicidarse junto con su esposa en Brasil en 1942. Zweig, un judío que advirtió en años anteriores el genocidio hitleriano, nos dejó un legado invalorable en sus varios libros de historia, ensayos artísticos y novelas.
Él nunca escribió nada del Hotel Budapest, pero su espíritu se somatiza a la ficción creada por Anderson. “Se cree que la imaginación del escritor siempre trabaja, imagina, que inventa constantemente una infinidad de incidentes, que simplemente sueña sus cuentos de la nada”. Lo dice el “autor” al principio del filme. “La realidad es que sucede lo contrario: lo que vivimos y conocemos nos proporcionan los personajes y las historias, siempre que tengas la capacidad de observar”. (E)