La Tolita
Esta isla, ubicada en la provincia de Esmeraldas, está considerada dentro de los catorce sitios arqueológicos importantes y bien preservados que el Ecuador ofrece al turista extranjero y local.
Hace muchos años, a pocos centímetros de una de las columnas esquineras de una escuela, que existe en la actualidad, dos pequeños hermanos hicieron una excavación a petición de su madre; ella, la noche anterior, había tenido un sueño o una huaca (entierro) que le indicaba con exactitud dónde tenía que excavar, porque ahí había un tesoro, y fueron entonces sus dos hijos menores los que encontraron la máscara fúnebre en forma de sol, considerada hoy una de las piezas más importantes de la cultura La Tolita, siendo en la actualidad el símbolo del Banco Central del Ecuador.
La Tolita-Pampa de Oro es una interesante zona arqueológica en la que existió una de las culturas precolombinas más antiguas del Ecuador. Está ubicada en el norte de la provincia de Esmeraldas, cerca de la frontera con Colombia, a unos 10 minutos de recorrido en lancha desde la población de La Tola, atravesando exuberantes y tupidos manglares. Es uno de los lugares más enigmáticos del Ecuador y sitio de mayor interés arqueológico. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, Ciencia y Cultura (Unesco) declaró Patrimonio Cultural de la Humanidad a los hallazgos que se tienen de la cultura La Tolita.
Hace siete años, en la provincia del Azuay, fotografiando la hermosa ciudad de Cuenca, llegué hasta la localidad de reconocidos orfebres, Chordeleg. Un collar de hilo con un hermoso sol de oro como dije llamó mi atención, el artesano se esmeró en contarme lo significativo que era el collar, pues se trataba de una réplica de la máscara funeraria en forma de sol que simboliza al Banco Central del Ecuador, y atentamente escuché la breve historia de la cultura La Tolita.
Con el pasar de los años guardé en mi memoria aquel encuentro, pero en septiembre del 2011, la provincia de Esmeraldas se convirtió al azar en mi próximo lugar fotográfico; posterior a una investigación, recordé aquella historia y rápidamente enfoqué mi destino a la isla La Tolita, sitio que había logrado establecer grandes expectativas y con la que sellaría un compromiso voluntario.
Bajo una sombra
Hay viajes que están hechos para aventurar, para relajarse, para fotografiar y otros sencillamente crean un puente, que nos hace regresar y contar su historia.
Hoy relato mi experiencia, quizás ofensiva, desconocida, pero innegable.
En la actualidad, la isla dejó de ser lo que un día fue, se encuentra en peligro de convertirse en una leyenda y mientras mis dedos presionan el teclado, siento que sigo ahí, caminando con personas desconocidas, confundida entre lo que observo y escucho.
Admirando el esfuerzo del guía local para promover su turismo, y mientras su voz narraba, sus manos mostraban una pequeña pieza metálica incrustada en el suelo, que fue utilizada para fundir oro por los trabajadores de Donato Yannuzelli, un italiano que compró y explotó la isla como depósito de oro natural, pero ahora luce oxidada, expuesta a la intemperie.
Es inevitable recorrer sus senderos sin fijar la mirada al suelo, es como caminar sobre un interminable rompecabezas, los pedazos de cerámica quebrada están como piedras en el camino, agacharse y recogerlas es una tentación, pero descubrir cómo tantos fragmentos de cerámica inundaron el territorio es una especulación.
Al parecer, es la evidencia de la existencia de un taller, o tal vez los huaqueros rompían las cerámicas para ver si encontraban oro por dentro, o quizás los tolitas utilizaban los pedazos de cerámica para reafirmar su suelo, respuestas convincentes pero hipotéticas.
Con voz serena y pausada, el guía continúa su relato, pero se detiene y recoge un puñado de tierra, y con una mirada penetrante y firmeza en su voz dice: “En estas tierras hay oro”, abriendo su puño y mostrándonos que hay pequeñas partículas mezcladas con la tierra que brillan con la luz del sol. Estos relatos mantienen mi imaginación a un alto nivel, para poder tejer de fragmentos aquel gran centro ceremonial que un día fue.
Saqueadores y vestigios
Mientras seguimos nuestro recorrido hacia la playa, los saludos de la gente local se hacen presentes, eso hace que me sienta más relajada, verlos en sus actividades cotidianas, otros se encuentran reposando en hamacas bajo altas palmeras de coco, donde decidimos tomar agua de pipa, como ellos dicen.
Pero ese pequeño receso también formó parte de nuestro recorrido turístico, porque en la parte trasera de donde está ubicada una casa quedan los vestigios de lo que fuera el museo de sitio, saqueado el 31 de diciembre de 1999 mientras todos sus habitantes se encontraban reunidos en el pueblo recibiendo el Año Nuevo.
Camino a la playa encontramos una tola de estatura muy baja, el guía nos explica que antes era más alta, pero que han tenido que extraer su tierra para utilizarla como relleno. En la isla existen muchas tolas, algunas de ellas ya han sido abiertas, otras saqueadas, pero sus pobladores testifican que aún continúan intactas.
Al llegar a la playa encontramos muchos restos de cerámica de diferentes colores, formas y tamaños, pedazos de piedra obsidiana y tres medianas excavaciones en la arena húmeda, algo que me pareció irregular, pero con una lógica y clara explicación.
Es que los colonos aún buscan oro, consolidando un asentamiento cultural a un mundo actual. Convirtiéndome a orillas del río Santiago en espectadora de la desnudez de un mito y ante el ritmo de una batea pude presenciar cómo la agilidad de las manos lava la tierra y cómo los dedos seleccionan entre las piedras lo que brilla ante los ojos. ¡Sorprendente! Debo confesar que fue el momento más emocionante, porque hasta ese instante pude certificar las mil historias que mi mente venía edificando, pero ese cautivador instante es sencillamente una actividad habitual a la que denominan playar.
Este seudónimo representa la búsqueda de pequeños accesorios, como narigueras, aretes o diminutas láminas de oro que comercializan en la actualidad, pero en una escasa cantidad, de la que obtienen una remuneración mínima.
Dicen que después de una subida hay una bajada y es exactamente lo que me sucede en esta isla. Su pequeña playa está obstruida por muchos troncos de árboles secos, botellas plásticas, botas, cosas que simplemente no deberían estar ahí, pero están.
Necesario apoyo
De regreso al pueblo se aproxima uno de los coordinadores de la comunidad, intercambiamos saludos y muy amablemente me interroga. Mi presencia había detonado una alerta, no fue difícil percibirlo porque noté que era una comunidad desamparada y, como consecuencia, vulnerable, pero no evalué el límite de su desconfianza.
Hasta que comprendí que tienen grandes cicatrices. Aseguran haber sido expropiados, en diferentes décadas y por distintas personas, de innumerables piezas arqueológicas, máscaras y collares de oro en grandes cantidades, que en la actualidad algunas son expuestas en diferentes museos del país y otras han sido víctimas del comercio ilegal. Revelan que han sido visitados por varias personas que les han prometido brindarles recursos para mejorar su calidad de vida activando el turismo, pero que hasta el día de hoy siguen en espera.
Lo sorprendente es que señalan que la isla La Tolita está declarada como Parque Nacional Arqueológico, pero debido a sus limitadas condiciones, su escaso turismo solo acoge a pocos estudiantes de universidades cercanas, que vienen en busca de rastros de civilizaciones antiguas, a los que les ofrecen una pequeña charla. Reconocen tristemente como anfitriones que es poco lo que les pueden mostrar y comprenden con vergüenza que el turista se marche decepcionado.
Fue un momento conmovedor, pero tuve que interrumpirlo para explicarle que soy fotógrafa, que andaba en busca de nuevas locaciones turísticas, pero a su vez admitiendo que su historia me interesaba.
Marcharme fue una de las peores sensaciones, experimenté ese estremecimiento cuando te despides de alguien que sabes que te necesita, pero no eres más que alguien transitorio, y mientras la lancha se alejaba, no dejé de pensar en la cantidad de turistas nacionales y extranjeros que llegaron como yo, con un folleto turístico de la provincia de Esmeraldas, donde se muestra a la isla La Tolita como uno de los lugares recomendados, y de las tantas personas que los visitaron, les prometieron y los olvidaron, como si nunca hubieran estado ahí. Por eso regresé, en diferentes fechas y por varias ocasiones en el transcurso de un año.
Si bien es cierto que el paso de los años desorientó su autenticidad, logrando un problema indeterminadamente invisible a los ojos de todos, acelerando el ritmo de destrucción, actualmente solo se reconoce que en lo recóndito de la isla La Tolita consta un verdadero tesoro arqueológico.
Sus habitantes vigentes no son descendientes inmediatos de la cultura La Tolita, pero sí han mantenido un vínculo ideológico por intentar conservar viva la tradición, aunque el saqueo clandestino durante décadas, la expansión urbana por muy mínima que sea los debilita y los aísla cada vez más, lo cual aumenta la necesidad de implantar cambios para generar un crecimiento económico. Pero este motor actúa de forma invertida, afectándolos cotidianamente y acercándolos cada vez más al anonimato.
Necesitan un proyecto que los ayude a transformar su realidad, que genere conciencia y participación comunitaria de conservación integral, que les permita fortalecer el aprovechamiento adecuado de los recursos culturales y patrimoniales. Requieren ser reconocidos como sitio arqueológico de influencia cultural.
¿Qué pasó? ¿Por qué la isla La Tolita no es realmente un patrimonio nacional arqueológico? ¿Por qué es una comunidad fragmentada? No lo sé, la única certeza que tengo y que puedo asegurar es que es un lugar lleno de historias fascinantes, donde el tiempo no ha permitido que sus huellas desaparezcan. Mi paso por la isla me dejó grandes lecciones, ahora sus historias forman parte de mis recuerdos y mis fotografías son parte de su realidad.
*Forma para de la Red Social de Fotoperiodismo Iberoamericano