Occitania
Atraído por su belleza natural, su historia y sus resplandecientes edificaciones, esta región de Francia atrae a tres millones de turistas por año.
Llegamos a Occitania, la región del sur de Francia cuyos límites son los de la lengua occitana, la legendaria langue d’oc. Es lo que también se llama el Midi, el Miégjorn, el Mediodía, el país de luz, de los juglares, de los perfumes. Mi aventura comienza en Bayona, adonde llegué persiguiendo la memoria de un antepasado bayonés. Me ilusioné pensando que hace doscientos años salió justamente del Quai des Corsaires, del muelle de los corsarios, para América, de donde no volvió jamás, dejando larga descendencia en el Nuevo Continente.
No pude encontrar mejor puerta de entrada. Como en busca de la figura que la describa puedo perder toda la tarde, solo diré que Bayona es bellísima, pulcra y vivaz. Como preludio favorable para mis obsesiones veo que la señalización se hace en tres idiomas: francés, occitano y vasco. Esta urbe está entre el País Vasco y Occitania. Esto es más que una yuxtaposición, el dialecto occitano que se habla en esta región, el gascón, fue muy impactado por el euskera, la lengua vasca. Hasta allí llegaron las ilusiones, nadie entre los que pregunté, aunque tampoco es que fueran muchos, dijo hablar esa lengua, solo alguno afirmó entenderla. Pero la belleza del lugar disuelve el desengaño.
Aquí el río Niva desemboca en el Adur para formar una poderosa ría que se lleva cualquier impresión desfavorable hasta el Atlántico cercano. Estas corrientes dividen la ciudad en tres partes que se enlazan con puentes sentimentales.
Alojado allende el Adur, crucé los ríos para llegar a la Gran Bayona, el núcleo antiguo de la ciudad que remonta su historia a los romanos. Pasamos por el solemne edificio del ayuntamiento, adornado con las banderas de Francia, Gascuña, el País Vasco y Europa. Pero nos vamos hacia el Castillo Viejo, una fortaleza medieval tan bien conservada que todavía está en uso. Esta tradición militar es herencia de la historia de la región.
En el Miégjorn se combatió durante muchos siglos. Romanos, germanos, árabes, españoles, ingleses y franceses se lo disputaron sangrientamente. Los señores occitanos, muchas veces independientes, tomaron partido por uno o por otro, o trataron con desesperación de mantener alguna soberanía.
Sorprende encontrar muchas torres y edificios de gran antigüedad, plenamente integrados en la ciudad, compartiendo paredes con casas más modernas (construidas hace “solo” dos o tres siglos), cortinas en las ventanas delatan que están habitadas. Se puede pensar que esa, justamente, es la clave de la conservación de un centro histórico: el mantenerlo vivo y no convertirlo en una ruina museificada. Las calles rebosan de gente en restaurantes y cafés al aire libre.
Casi desde cualquier lugar se pueden ver las torres de la catedral, una maravilla gótica, a cuyo costado se despliega un claustro no por apacible menos soberbio. Y damos al mercado de Les Halles, cuyo nítido interior hace pensar en un centro comercial, salvo por el detalle de que los negocios son “puesto de venta” como en cualquier parte del mundo. La feria que se desenvuelve en el exterior nos hace agua la boca con la oferta de quesos, patés, embutidos y otros productos típicos de la región. La pequeña urbe (45 mil habitantes) tiene tanto por mostrar y lo muestra bien. Nos quedaba cerca la casa natal de Frederic Bastiat, el economista y filósofo bayonés. En su portal se cumplió el segundo motivo que hacía de mi visita un peregrinaje.
En Lorda
Aquí merece contar que no era la aquí descrita mi primera estadía en Occitania. Hace cuarenta y un años estuve peregrino en Lorda, como se dice en occitano a Lourdes. Pero ¿se es uno mismo cuatro décadas después? De alguna manera algo permanece, sentí cierta identificación con los jóvenes peregrinos que iban a misa en el santuario, que recogían agua o entraban a la gruta de la aparición.
No todos estaban demasiado contentos. Los modos y actitudes de los preceptores, laicos o clérigos, no han mejorado en este tiempo. Yo tampoco he mejorado... En una gira de pocas semanas, en la que cada día era precioso, ¿por qué volví a Loudes/Lorda? Claro que no deja de serme entrañable la devoción familiar a “aquello” que Bernardeta Soubirous vio en una cueva en la que entran miles de creyentes. Lejos de reencontrarme me sentía extraño.
Si la Virgen para sus apariciones cuida de la estética, difícilmente pudo escoger un rincón más precioso. Un valle verde, a orillas de un transparente río de montaña, rodeado de los esplendorosos Pirineos. No se puede decir lo mismo del santuario, enfático en su gigantismo, no parece tener relación con la “pequeña señora” que se aparecía entre rocas a una pastora analfabeta para hablarle en gascón: “Que soi era immaculada concepcion” y así dice alrededor de la imagen colocada en el sitio exacto del milagro. Sin embargo, fue imposible encontrar un recuerdo que perpetúe esas palabras en la lengua original, se los encuentra en muchos idiomas, obviamente, sobre todo en francés, pero en gascón u occitano estándar no por lo menos en los almacenes que visitamos... El comercio de objetos religiosos es impresionante, Lourdes vive del milagro y pienso que, desde cualquier punto de vista, no es algo cuestionable, todo lo contrario.
Apenas llegamos nos llamó la atención la enorme construcción que domina la ciudad desde una colina al este. En 1973 no la vi, pero no es que se la haya construido en el último medio siglo, sino que ya estaba en el siglo VIII, en tiempos de Carlomagno. Es el castillo, una imponente fortaleza que nos recuerda la violenta historia de
Occitania, pasando de manos varias veces entre árabes, francos e ingleses. Devenido en prisión, al punto de ser llamado “la Bastilla de los Pirineos”, se salvó por poco de ser demolido durante la Revolución Francesa. Visitar un castillo medieval, con sus rastrillos, calabozos, explanadas, torreones, capilla, siempre es una experiencia fascinante. La posición estratégica del emplazamiento permite en la actualidad disfrutar de las mejores vistas de la región.
Los occitanos son gente tranquila, amable, servicial y hospitalaria sin aspavientos. Entre varias anécdotas que puedo relatar sobre estas agradables características está la del taxista que me llevó de la estación de Lourdes hasta mi hotel. Cuando llegamos me dijo “diez euros”, pero el taxímetro marcaba 12,80. Pensé haber entendido mal, por lo que le di esa cantidad, pero él me devolvió el exceso: “No, monsieur, dix euros”. En ninguna parte me ha sucedido algo similar.
‘Carcas sonne’
De niño leí un artículo sobre Carcasona que no olvidé nunca y me hizo escoger esta ciudad amurallada como el siguiente destino en la aventura occitana. Pero mis más audaces sueños no pudieron prever la magnificencia de esta urbe encerrada por una doble cadena de enormes fortificaciones. Lo que narran los cuentos existió alguna vez, el puente levadizo, los castillos condales, las catedrales ornamentadas de gárgolas, las princesas, los rudos guerreros, todo esto cobra vida en Carcasona y digo así porque hay vida dentro de sus muros, con habitantes que se dedican al comercio o a la artesanía, y a los que desde los torreones podemos ver barrer sus casas o atender el teléfono, viviendo normalmente entre paredes milenarias.
En las puertas de las murallas se puede ver la estatua de una mujer gruesa. Se supone que es la princesa sarracena Carcas, que habría dirigido la defensa contra Carlomagno, que asedió la ciudad por seis años. Con una estratagema logró que el emperador franco levantase el sitio y celebró su éxito haciendo sonar las campanas. Los francos que se alejaban al oír los tañidos dijeron “Carcas sonne”, o sea “Carcas toca”. De allí vendría el nombre de la ciudad, pero esto no es más que una hermosa leyenda, pues los romanos ya la llamaban Carcasum y esta palabra parece derivar de otra celta varios miles de años más antigua.
En cambio, sí es histórica la presencia de los cátaros, una religión paracristiana que dominó en Occitania hacia los siglos XII y XIII. Los vizcondes de Caracasona defendieron la fe cátara o albigense contra la Iglesia católica, que desató una cruzada que, como ocurrió con casi todas, se saldó con bárbaras masacres. Los occitanos sienten cierta identificación con los cátaros, los consideran como la base de su diferencia, al punto que ahora se habla oficialmente del departamento del Aude, en el que está la ciudad, como el “País Cátaro”. Además, en banderas y emblemas oficiales se usa frecuentemente la “cruz cátara”, que tiene doce puntos en sus ángulos, demostrando su afinidad con los cultos solares. La derrota de los cátaros significó el final de las entidades occitanas independientes y de la cultura occitana como una corriente autónoma.
Extramuros se desarrolló la ciudad nueva en los siglos siguientes. Hay algunos sitios muy interesantes en esta parte, como la catedral gótica, la iglesia de San Vicente que, me cuentan, fue recién profanada, y el Canal del Mediodía. Almuerzo en un curioso sitio con vista a las murallas, donde pido el plato de la temporada: el confit de pato.
Lo notable allí fue la distendida familiaridad de todos los presentes, al despedirme todos me responden como si se tratase de un viejo conocido. Es este espíritu, y no solo las asombrosas bellezas de
Occitania, lo que permite que una urbe de apenas 48 mil habitantes reciba anualmente tres millones de turistas.