El velatorio de Celeste: Las veces que fallamos
"Cuando no nos cuidamos o cuando ponemos en riesgo nuestra vida, les fallamos duro a nuestros amigos. Quizá ellos esperan mucho más de nosotros”.
Celeste tenía un yerbal cerca de Posadas (ciudad argentina). Vivía en medio de la selva en una casa dinamarquesa, de planta perfectamente cuadrada, construida por 1920 con paneles modulares desarmables y transportables. La casa recordaba el Mobaco, un juego holandés antepasado del Lego que tenía mi padre antes de la guerra y daba vueltas por mi casa hasta que sus hijos perdimos todas las piezas. Rodeaba la casa de Celeste una galería elevada cinco escalones de la tierra. Los cuartos, los baños y la cocina rodeaban a su vez un salón central al que se llegaba por zaguanes desde los cuatro puntos cardinales.
La casa está todavía en el centro de un mogote de selva que rodea el yerbal, debajo de la inmensa cúpula de petiribís, ibirapytás y canafístulas. A unos 100 metros hay una casita de huéspedes con techo de vidrio para vivir debajo del toldo vegetal poblado de loros parlanchines y monos carayá.
Unos cuantos amigos íbamos seguido a lo de Celeste y nos entreteníamos en conversaciones interminables bajo esa galería o bajo los árboles. Ahí comíamos lo más rico que se puede uno imaginar de la cocina tropical, bebíamos ron del bueno y fumábamos cigarros que estancaban su humo moroso en el aire húmedo de la selva.
Celeste había sido linda y lo seguía siendo, pero yo la conocí muy gorda y solo pude ver algunas fotos de cuando era la otra Celeste. También contaban que un piloto le tiraba los perros desde su avioncito cuando tomaba sol al borde de la pileta, allá donde empezaba el yerbal. Como decía, la conocí gorda de atiborrarse comida siempre rica, pero mucha. Gorda de ansiedad. Gorda de mirarse al espejo y odiarse. Gorda mal, decimos ahora en la Argentina.
Un día muy caliente de verano, Celeste se murió. Hacía tanto calor que costaba respirar, pero dicen ahora que fue por culpa de la leishmaniasis de sus perros. Sí, ahora lo dicen, cuando ya no le sirve a nadie y menos a Celeste.
Velamos a Celeste en su cama, grandes las dos, ella y la cama. Los brazos de Celeste apenas alcanzaban para entrelazar las manos encima del pecho, donde sostenían un rosario de cuentas de nácar y lambrequines de plata que espero hayan rescatado antes del entierro. Nadie lloraba y todos sabíamos que era la última vez que visitábamos la casa de Celeste. En un rincón, cerca de la jaula del mirlo que decía malas palabras, me encontré con Luchín, que lanzaba rayos contra Celeste, a quien trataba de traidora: “¡Cómo nos hace esto!” decía, y otras cosas parecidas, todas poco amables para la pobre Celeste.
Pensé entonces que morimos solos y que –salvo los suicidas– todos lo hacemos en contra de nuestra voluntad. Dios es el dueño de la vida y de la muerte y no deberíamos interferir en sus designios, pero eso vale para los que tenemos fe. En cambio, para todos vale lo que me enseñó la muerte de Celeste y la rabia de Luchín por su traición: cuando no nos cuidamos o cuando ponemos en riesgo nuestra vida, les fallamos duro a nuestros amigos. Quizá ellos esperan mucho más de nosotros. (O)