La naturaleza: No claudica
“Al oír los pasos, los mismos animales se trasladaban por su cuenta a un recinto un poco menor y dejaban hacer al amo y a la vez mucamo. No había necesidad de arrearlos”.
Horst y Siger Waidelich pudieron ser unos granjeros modelos, de esos que uno se encuentra paseando una vaca feliz con su cencerro en la impecable campiña alemana.
Pero no. Los hermanos Waidelich vivían en Misiones y su chacra lindaba con la selva azucarada del nordeste de la Argentina. Junto con sus familias ya crecidas criaban vacas y sembraban tabaco en potreros robados al monte. Aunque las vacas fueran flacas y guampudas le recordarían a las de sus padres y abuelos, que vinieron muy jóvenes a la Argentina a principios del siglo pasado.
Contando a los hijos de Horst, tres generaciones trabajaron como cosacos para domeñar esa tierra arisca y ganarle espacio a la selva. Siger, algo más joven y locuaz y solterón con ganas, vive todavía en un rancho en la misma chacra. Horst, en cambio, se mantenía enjuto y lacónico a los 72. Los dos conservaban la agilidad de los 30 gracias a la gimnasia del trabajo de todos los días.
Una mañana de hace unos años los hermanos Waidelich se encontraron dos cachorros de yaguareté en el monte y decidieron que eran huérfanos, así que los criaron como mascotas. Otra mañana aparecieron siete vacas muertas en un potrero: algunas estaban despanzurradas; otras solo habían sido degolladas por un mordisco bien filoso. Uno o dos yaguaretés habían celebrado un festín en el corral a costa de sus pobres animales.
En lugar de salir afiebrados a matar jaguares por la selva y a riesgo de seguir perdiendo animales, a los Waidelich se les ocurrió cazar vivos a los jaguares que acecharan su ganado. Pusieron carnada en el fondo de un tronco hueco y una trampa que tapaba la entrada al levantar el señuelo. Al tiempo, entre cazados y crías, machos y hembras, llegaron a cinco animales enjaulados, el más grande de 130 kilos. Pero no se vengaron los Waidelich de los verdugos de sus vacas. Se fueron al Ministerio de Ecología y pidieron permiso para mantenerlos en cautiverio y mostrarlos al público que quisiera visitarlos. Cobraban unos pesos por entrar y ganaron tanto dinero con los felinos como con los ovinos.
Siger era quien cuidaba y daba de comer a los jaguares, pero andaba renegando con una dolencia en los días que termina esta historia, así que se fue a Posadas al suplicio de los estudios y análisis. Ese jueves fue Horst a alimentar y limpiar las jaulas de Yaguaretania. Al oír los pasos, los mismos animales se trasladaban por su cuenta a un recinto un poco menor y dejaban hacer al amo y a la vez mucamo. No había necesidad de arrearlos: ellos iban solitos por el hambre y la fuerza de la costumbre. Horst trancó confiado la puerta de alambre tejido con un palo y se puso a limpiar la jaula silbando bajito.
Pero esa mañana el yaguareté no aguantó más, abrió la puerta sigiloso y lo mató de un zarpazo perfecto. Nadie lo pudo salvar. Así es la naturaleza. Inclaudicable.