Migraciones modernas: El sirito de la playa
“Europa no podrá evitar la estampida de emigrantes de África y del cercano Oriente con controles, muros, zanjas o cañones. Pongan lo que pongan serán rebasados por las masas hambrientas y sedientas...”.
No había que ser Mandrake el mago ni el profeta Malaquías para saber que esto iba a pasar, porque pasa siempre que hay estas desigualdades tan cercanas y a veces lejanas. Ocurre hace 50.000 años y seguirá pasando: con tal de conseguir paz y libertad, gente de todas las condiciones navegan entre tiburones, subidos en llantas recauchutadas de tractor se lanzan al mar de la China en botes destartalados, atraviesan muros enmarañados de alambre de púa, se esconden en los compartimientos de los trenes de aterrizaje de los aviones, caminan por desiertos infernales o se pierden en la selva del Congo.
Lo que ocurre ahora con los refugiados sirios en Europa es lo que pasó a fines de los años 70 con los boat people del sureste asiático que escapaban de las venganzas sociales que siguieron a la Guerra de Vietnam y salían de sus países con lo puesto en barcos muy precarios. Pero no hay que ir a buscar a los desplazados por las guerras o las persecuciones políticas. Cualquier gran migración es impulsada por la búsqueda de un mundo mejor y expulsada por la miseria. La Argentina es producto de esas desigualdades: nuestros abuelos o bisabuelos emigraron de toda Europa, Japón o Medio Oriente y no vinieron porque no les gustaba la comida o el clima de sus países.
El problema era que no había comida y la Argentina prometía una vida mucho mejor, llena de abundancia y de paz. Pero en toda América hay sirios y libaneses a quienes decimos turcos porque traían pasaporte del Imperio turco: apellidos muy establecidos del Ecuador, la Argentina y Brasil (en una época había más libaneses en San Pablo que en Beirut) son claros testimonios de esa migración, y muy conocidos dada su relación casi sensual con el poder político. A veces por culpa de un funcionario de migraciones se llaman Romero o Flores, pero siguen siendo tan turcos como los Saadi o los Manzur.
Las migraciones no son buenas ni malas en sí mismas. Lo bueno es el sueño y malo es lo que se deja. Pero entre el sueño y lo que se deja aparece el negocio de unos pocos que se vuelven millonarios con el tráfico de personas. La desesperación por salvar la vida propia y de los familiares más cercanos hace subir el precio de unos pasajes más falsos que diente de madera, en vehículos frágiles y sin ninguna seguridad ni control de nadie. Los traficantes de personas se frotan las manos cuando alguna autoridad dificulta el tránsito de sus pasajeros, porque eso encarece los billetes al paraíso prometido.
Como siempre, combatir el tráfico no hace más que subir el precio y alentar el contrabando. Europa no podrá evitar la estampida de emigrantes de África y del Cercano Oriente con controles, muros, zanjas o cañones. Pongan lo que pongan serán rebasados por las masas hambrientas y sedientas de pan y de agua, pero empachadas de programas soñados de la Deutsche Welle. Si quieren que los sirios se queden en su casa, tienen que convencerse de que ellos también lo quieren: huyen de la guerra y del hambre, no de sus casas y sus afectos.
Si los húngaros o los alemanes no los quieren, hay lugar y parientes de sobra en nuestra América para alojar a los sirios que se tienen que ir de su tierra perseguidos por el califato que degüella a quienes no piensan como ellos. Aquí se sentirán como en su casa y vivirán en paz. (O)