Su legado, el infógrafo insigne
“Aunque había viajado poco, sabía de países, pueblos, razas, religiones y culturas. Conocía el clima en cada momento del año en cada lugar del planeta. Alejandro Malofiej sabía que las distintas tácticas militares dependían de las lluvias, de los vientos, de las horas de luz o de la oscuridad”.
Cuando Alejandro Malofiej trabajaba en el diario La Opinión, de Buenos Aires, entraba todos los días como si fuera un mariscal de los Romanov. Saludaba al vendedor de sándwiches con un:
“—¡Buenas tardes, Barón von Sándwich!”
El hombre le seguía invariablemente la broma...
“—¡Buenas tardes, Alejandro Malofiej Stoliaroff!”
Alejandro tenía todas las virtudes y los vicios de los viejos periodistas. Pero no escribía: dibujaba. No era un militar frustrado. Era realmente un estratega y un profundo conocedor de la cartografía. Tampoco era propiamente lo que hoy llamaríamos un infografista. No solo porque entonces casi nadie usaba esa palabra tan fea, sino porque nunca dibujó periodísticamente nada que no fueran mapas. Si alguien le pedía que explicara verbalmente uno de sus mapas, necesitaba horas. Cada uno de ellos contenía tanta información que no hubiera cabido en todas las páginas del periódico en el que se publicaba.
Aunque había viajado poco, sabía de países, pueblos, razas, religiones y culturas. Conocía el clima en cada momento del año en cada lugar del planeta. Sabía que las distintas tácticas militares dependían de las lluvias, de los vientos, de las horas de luz o de la oscuridad. Sabía de mareas y de lunas. De monzones. De ramadanes, de pascuas griegas y de la fiesta del Janucá.
Cualquier factor podía intervenir en los movimientos de los vietcongs a través de las montañas de Camboya, en una formación de tanques en la guerra entre Irán e Irak, o en las operaciones de la task-force británica en la guerra de las Malvinas. Buscaba las soluciones caminando de un lado para otro como un general en su estado mayor. Miraba el mapa una y otra vez y volvía a dar vueltas como contrariado, concentrado en el problema que debía resolver, ayudado por buenas bocanadas de su pipa con tabaco de aroma balcánico.
Algo le comía la salud a Alejandro y nadie sabía qué era. Vivía inmerso en un aura entre taciturna y melancólica. Sus amores, que parecían muchos, eran apenas relatos platónicos. Había barreras que no podía superar y bastaba el vuelo de un mosquito para sumergirlo en su soledad inquebrantable. Un buen día Alejandro murió de tristeza, aunque los médicos dijeran que era cáncer.
Tenía 49 años y ningún pariente. Busqué entre sus amigos las causas, convencido de que las hay. Siempre. Su madre era Alejandra Stoliaroff, natural de la actual Bielorrusia, institutriz de una casa principal de la aristocracia ganadera de Buenos Aires. Y su padre, Simón Malofiej, también bielorruso, era el jardinero de esa casa. Pero él no era hijo de Simón sino del estanciero para quien sus padres trabajaban. Un mal día, antes de morir, su madre se lo contó. Fue entonces cuando Alejandro perdió la alegría y la salud que nunca las recuperó.
Hoy se llaman Malofiej los premios mundiales de infografía, pero casi nadie sabe por qué ni conoce esta triste historia de Alejandro, que no era Malofiej.