El Ecuador de Christopher Isherwood
El escritor británico, cuyas historias del Berlín de la guerra fueron el origen de la película musical Cabaret, visitó el Ecuador en 1947 y registró sus impresiones.
Christopher Isherwood (1904-1986) vivió el peso de las dos grandes guerras europeas y vio el derrumbamiento moral de Europa y de la humanidad. Por eso siempre buscó nuevas tierras: viajó por Alemania, China y Estados Unidos, donde finalmente se estableció. En 1947 recorrió Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina y dos años más tarde publicó El cóndor y las vacas: diario de un viaje por Sudamérica, con fotografías de William Caskey, quien lo acompañó en la aventura.
La Sierra
Al llegar a la frontera, desde Colombia, el macizo montañoso ecuatoriano es “una multitud confusa y solemne de enormes montañas”. La noche del 8 de noviembre, Tulcán “era deprimente, sucio y hacia un frío tremendo”. Solo una licorería parecía alegrar la calle. Isherwodd y Caskey se alojan en un ruinoso hotel y se asombran del aspecto de los huéspedes que, a pesar de pernoctar en una pocilga, en la mañana están limpios, impecables y frescos.
Rumbo al sur, el ambiente es desolador: “Creo que es el sitio más triste en el que he estado en toda mi vida”. La naturaleza oprime y deprime: “Aquel paisaje descomunal parecía haber sobrecogido y degradado a la vez a sus habitantes (…). Las montañas, terroríficas y frías, ascienden hasta las nubes, y las aldeas, miserables, se agazapan a sus pies como montoncitos desdichados de chozas, con interiores ennegrecidos por el humo y paredes de adobe que se caen en pedazos”.
Avanza por carreteras desaparecidas por correntadas e inundaciones y taponadas por derrumbes. Isherwood hablaba, según él mismo, un espantoso español. Aun así, en la zona del Chota le llaman la atención los negros que hablan y visten igual que los indios.
Ilusionado por cruzar la línea del ecuador, llega a Quito en autorriel. Isherwood es el doble de grande que el cargador y no sabe cómo lo alza todo: “Mientras le colocábamos la maleta en la espalda él se puso como un camello, después se levantó como si nada y echó a andar al trote”. En una pensión con propietarios de origen checo, aprende la primera lección del clima capitalino: “En cada día transcurre un año entero; por la mañana es primavera, verano al mediodía, otoño por la tarde y por la noche, invierno”.
La vista desde el Panecillo, con los nevados Cayambe, Antisana y Cotopaxi, es “algo parecido a lo que sucede al ver una obra maestra famosa”. Pero se asombra de las aceras estrechas, de los empujones de los peatones, del apretado tránsito y de “los bocinazos feroces y de la voracidad asesina del tránsito” en la que los autos modernos disputan el espacio con buses repletos de gente y choferes que se persignan ante cada maniobra.
Visita dos sitios de encierro: el manicomio y la cárcel. En el primero, los médicos se sienten orgullosos de los resultados que obtienen con el electrochoque. En el penal García Moreno departe con los criminales. Encantado de Quito (podría quedarse allí un año, afirma), reflexiona sobre los refugiados europeos y la competencia que representan para la población local, ya que los primeros introducen en el negocio prácticas eficientes. Observa en su taller al artista Guayasamín. También conoce al poeta Jorge Carrera Andrade, que se prepara para asumir la embajada del Ecuador en Londres.
El Oriente
Camino a Shell-Mera nota que los buses tienen nombres, “cuanto más fantasioso sea, mejor”: uno se llama “Lenin” y otros “Hitler”. Atendido por los empresarios que buscan petróleo es testigo de las perforaciones y las exploraciones. En Baños oye las historias de la milagrosa virgen local.
Sobrevuela la selva en los aviones de la compañía petrolera en medio de proezas aéreas, pues la niebla repentina cierra la operación de las pistas. Desde el cielo no se divisa un solo claro en la tierra. En Tiputini le cuentan de las tzantzas de los jíbaros (los shuares) y del poderoso veneno del curare con que cazan sus presas. Aprende de los aucas (los huaoranis), más hostiles, y del miedo que provocan en los visitantes. La humedad y el calor de la selva lo asfixian y lo engullen “como el muro de una cárcel”.
En los campamentos tiene la oportunidad de ver unas películas a color que los ingenieros han hecho desde el aire: ve un río Napo tan ancho que el avión puede amerizar de través. Ve imágenes de las provisiones lanzadas desde el aire, incluidos unos cerdos y ovejas en paracaídas. Escucha sucesos de boas que en Arajuno se llevan a los niños.
La Costa
Viaja en tren a Durán y llega a Guayaquil en gabarra. Es casi de noche y percibe una ciudad sin fuerzas, tal vez por las luchas pasadas en contra de las epidemias. En la pensión polaca en la que se aloja, En Casa, hay un gallo que canta y le interrumpe el sueño. El cementerio de la ciudad es espléndido en su blancura. Cree que a los héroes de la Rotonda se les doblan las rodillas y confirma que la estatua de Olmedo es la efigie de Lord Byron.
Un ligero terremoto mueve los carteles de las tiendas y observa a muchas personas correr por la calle. El 9 de diciembre, después de viajar en barco a Puerto Bolívar y Machala, ingresa a Perú.
En su viajes por tierras ecuatorianas, Isherwood constata fuertes contrastes entre la Costa y la Sierra y diferencias sociales heredadas desde la Colonia. Sabe de Velasco Ibarra, ya exiliado en Argentina, y comenta: “Las supuestas revoluciones no son por lo general más que intentos de pequeñas pandillas por hacerse con el poder. Para ganarse el apoyo popular se han visto obligadas a camuflarse bajo actitudes demagógicas, pero la gente desconfía cada vez más de las consignas”. (I)
La Perla hace 70 años, según Isherwood
“Guayaquil es tan distinto de Quito que resulta difícil recordar que ambas ciudades pertenecen al mismo país. Se extiende a lo largo de la ribera occidental del estuario, separada de él por pequeños botes de colores que se quedan varados en el barro con la bajada de la marea. Parece plana y muy baja, casi al nivel del agua y medio aplastada por el indolente calor. Las casas son grandes y casi todas son de madera con celosías en las ventanas y bisagras en la parte superior. Están construidas hasta las aceras mediante pilares cubiertos con latas acanaladas de modo que conforman galerías. Allí se ve hombres al mediodía durmiendo la siesta y granos de cacao puestos a secar sobre el suelo. Todo está desacostumbradamente limpio y hay muy pocos malos olores...”.
“Solo de noche, igual que en Cartagena, la ciudad se anima de verdad. Los costeños se vuelcan a las calles y llenan los cafés. Son sensiblemente más guapos y atractivos que la gente de Quito, tal vez porque en sus venas hay una mezcla mayor de sangre negra. Las barriadas también son más hermosas de noche porque las casas están construidas con bambú (caña) partido y la luz se filtra por las hendiduras y hace que parezcan farolas gigantes”.