Los rostros de la biblioteca
Alberto Manguel cuenta que en su juventud, mientras sus amigos soñaban con hechos heroicos en el campo de la ingeniería, el derecho, las finanzas o la política, él soñaba con ser bibliotecario.
Pasaron los años y ahora no es bibliotecario propiamente, pero vive entre estanterías, entre libros y su vida gira en torno a ellos.
“El amor a las bibliotecas, como la mayor parte de los amores, hay que aprenderlo”, comenta el novelista, crítico literario, traductor y ensayista argentino, quien en 1996 recibió en Francia el título de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras.
Los libros, las lecturas, los lectores, son las mayores preocupaciones de Manguel, un intelectual nacido en Buenos Aires en 1948, que a menudo reflexiona sobre estos temas. Su palabra, documentada y erudita, se complementa siempre con experiencias personales, lo que la torna un deleite.
Un ejemplo es La biblioteca de noche, uno de esos libros que se tejen desde visiones personales, pero que dan cuenta del mundo. En esta obra, de 350 páginas, Manguel reflexiona sobre su biblioteca, un espacio que alberga más de 50.000 volúmenes, pero que no es solo un depósito de páginas, de textos, sino un lugar simbólico, un ente con vida propia, como lo son todas las bibliotecas.
El autor piensa la biblioteca desde distintos aspectos: como mito, como orden, como poder, como sombra, como imaginación, como identidad, como hogar y va tejiendo ideas en torno a cada uno de ellos, a la vez que da cuenta de libros, de escritores y de hechos históricos como la creación y desaparición de la Biblioteca de Alejandría, su refundación, o las formas en que una biblioteca puede ordenarse.
“En una biblioteca no hay categorías definitivas”, refiere. Asimismo, recuerda que la clasificación de modo alfabético, que es una de las más comunes y pervive hasta nuestros días, fue utilizada por primera vez hace más de veintidós siglos por el poeta Calímaco, uno de los más notables bibliotecarios de Alejandría.
Refiere que la acumulación de conocimientos no constituye la sabiduría y que el poder de los lectores radica no en su habilidad para reunir información, ni en su capacidad para ordenar y catalogar, sino en sus dotes para interpretar, asociar y transformar lecturas, de modo que se integren a su vida como experiencias nuevas.
Manguel se maravilla de que la experiencia de un solo hombre, contenida en un libro, pueda convertirse, por medio de la alquimia de las palabras, en la experiencia de muchos, y que esa experiencia, destilada una vez más en palabras, pueda servir a cada lector para algún propósito secreto y singular.
En este libro, Manguel cita a la escritora Virginia Woolf, quien hacía una distinción entre leer y aprender, entre lectura y conocimiento. “Un estudioso es un entusiasta concentrado, solitario, sedentario, que busca en los libros ese grano especial de verdad en el cual ha puesto todo su afán. Si la pasión por la lectura le vence, sus ganancias menguan y desaparecen entre sus dedos.
Un lector, por otro lado, debe reprimir desde un comienzo su deseo de aprender; si adquiere conocimientos, tanto mejor; pero perseguirlos, leer de acuerdo con un sistema, convertirse en un especialista o en una autoridad, puede muy bien matar lo que nos gusta considerar una pasión más humana por la lectura pura y desinteresada”, refiere Woolf.
Después de conocer La biblioteca de noche, bien se podría afirmar que Manguel con mucho gusto haría suyo ese pensamiento de su compatriota Jorge Luis Borges: “Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”.