Nuestra vida en el teatro: Mamet en Estudio Paulsen
“Esta propuesta teatral nos deja mucho: es bella, reveladora, catártica, una reverencia personal a lo efímero, a veces en soledad y otras veces en compañía”.
Tenemos que celebrar que oficialmente nuestra ciudad cuenta con una nueva sala de teatro en el Estudio Paulsen, ahí en Las Peñas, y celebramos como debe de ser, con estreno: Una vida en el teatro del Pulitzer David Mamet. Un logro digno de aplaudir, porque para traer una obra así a nuestro país se necesitan mucha paciencia y perseverancia.
La obra es magnífica y lleva consigo enseñanzas donde consta (para catarsis de todos) que los críticos de teatro somos esas sanguijuelas detestables a las que nadie quiere y que admiran lo que nunca existió en una obra o ignoran los grandes esfuerzos del trabajo teatral. Pero también nos revela que los críticos (¡y criticones!) son también los propios actores, los que se saludan y besan por delante por aquella “etiqueta profesional” que se forja con el tiempo y en la intimidad de camerino, pero por detrás se lanzan sapos y culebras.
Y la obra así transcurrió, en una escenografía funcional (Alan Jeffs), con un juego de luces oportunos (Juan Ripalda, Rocío Maruri), para mostrar lo que el director Carlos Ycaza y su codirector Henry Silva tienen como preocupación principal: que los actores son muy humanos, pero que también los humanos somos actores ¿o muy actores? representando una vida.
La historia relata la vida de dos actores, uno experimentado que en la obra lleva por nombre Robert (Lucho Mueckay) y uno joven y entusiasta llamado John (Marlon Pantaleón). Los diálogos se desenvuelven en varios escenarios como flashes: en el teatro, el camerino, durante sus obras y en su vida, escenarios que se dieron gracias al uso heurístico de los pocos objetos que había en escena.
La construcción del personaje de Mueckay estuvo muy bien lograda; Pantaleón quizá necesitaba un poco más de corporalidad para cumplir con las exigencias de su complejo personaje. Además, su intención y energía las sentí algo dispersas. Sin embargo, Mueckay tomó al escenario como si fuera la palma de su mano, lo reconocía de manera casi espiritual. Aunque parafraseando y jugando con algunas líneas de la obra y para el futuro: el hecho de que a mi ojo seco le haya gustado o no una actuación, no catapulta a nadie como actor bueno o malo.
Lucho mostró fineza en sus movimientos, los tradujo en nostalgia, a pesar de verlos algunos a través de sombras por estar detrás de un marco de tela blanca alumbrada. Su pre/esencia escénica fue imponente. Hacer presencia en el espacio, ocuparlo, no se lo logra con la talla o volumen del cuerpo, se necesitan, como se dijo en la obra, años de trabajo corporal para que el actor pueda ser y estar ahí, cumpliendo así con Mamet. Ahí es cuando Marlon nos impresiona al interpretar a un joven soldado que entrega su vida, en una obra dentro de la obra.
Si mis lectores quieren ser un poco sanguijuelas, o sea, un poco críticos de teatro, comparto un pequeño tip: ¿Cómo podemos darnos cuenta de que un actor lo está haciendo bien? Fíjense en su rostro, postura, parada, mirada, energía corporal, posición de las manos… lo que, incluso ya finalizada la obra, estos deberían de cambiar. Con Mueckay se notó aquel cambio y eso es lo que nos dice al espectador: “¡Hey!, esto fue una obra de teatro y lo que me viste hacer fue actuar”, y así podemos soltar las cargas emocionales que la obra nos pone encima.
Esta propuesta teatral nos deja mucho: es bella, reveladora, catártica, una reverencia personal a lo efímero, a veces en soledad y otras veces en compañía. Se trata del ser humano, la sociedad, la vida y el teatro… que al final, vienen a ser lo mismo. ¡Queremos más!
@_Mercucio_