Arte culinario: algunas 'mosqueteras'
Las mujeres reinan donde se cocina con creatividad. Dan a la entrega doméstica o profesional aquella sublimación que tiene mucho que ver con el amor.
La sensualidad femenina abarca lo que captan los sentidos. Las manos acarician la seda, el terciopelo, el algodón; la nariz es cautiva de perfume, olores, la boca da sutileza al beso, sabe disociar sabores, los oídos captan sonidos, los asocian con estados emotivos.
Patricia, en La Revista, es caso aparte. Tuvo su propio restaurante, basta conversar minutos con ella para saber que cocinar es parte de su vida tanto en el hogar como en sus páginas de La Revista. Le tengo infinito respeto. Quisiera hablar de otras mosqueteras unidas por la misma mística: alcanzar la excelencia.
María Cristina Alamino, argentina, es curiosa, buscadora de combinaciones exóticas, fanática de manjares nobles –trufa, hígado de pato, cacao fino– capaz de emocionarse frente al producto sencillo, legumbre fresca, fruta en su punto. Solo así se puede explicar que al lado de un lomo en salsa Périgueux, tournedós Rossini, ella pueda poner espárragos crocantes de gusto incomparable, arvejitas (El Diccionario Hispánico Universal acepta alverjitas) papas, risotto con funghi, enalteciendo el sabor mediante secretos de cocción o aliño. Exigente, muy atractiva, cuida los detalles, tiene clase.
Oficia en La Sociedad (Aventura Plaza), tiene pocas mesas pero allí llegan verdaderos connoisseurs (entendidos). Importa trufas frescas, las usa con talento. Ha logrado platos espectaculares con el cacao.
Muriel Ann Beaven, chilena: una institución. Su restaurante El Caracol Azul tiene ya 36 años. Ha peleado contra muchas adversidades. Su clientela, extranjera en su mayoría, aprecia su carta donde la corvina se trata de pintorescas formas (con espárragos, alla fiorentina, en salsa de tinta de calamares, a lo macho, en costra de almendras, gorgonzola y alcachofa). Mi respeto, Muriel, por haber podido conservar al personal durante más de tres décadas.
Angélica Santamaría es pura sonrisa. Su primer restaurante Fussion en c.c. La Piazza me sorprendió por aquella manera de doblar la ‘s’ de la palabra fusión. Poco a poco fue abandonando este local para instalarse en Plaza Lagos. Mujer de combate, estudió leyes en Brasil pero se hizo chef contra la voluntad paterna. Su esposo, Boris González, ingeniero eléctrico, la secunda con amor, tiene don de gentes para recibir a los clientes. El chef japonés es hombre de talento y experiencia.
Betty Osorio es ejemplo de tesón, obstinación. La seguí desde su Barandúa Inn en Urdesa Norte, luego en Fresco, hasta que se estableció en Mariscos Azul en la avenida Las Monjas. Puso una sucursal en Samborondón. Independiente, segura de sí, comparte con Muriel la más merecida fama cuando se trata de ofrecer productos del mar.
María Esther Rangel tiene 20 años viviendo en Guayaquil. Empezó haciendo empanadas rellenas de ají de gallina. En su Alameda de Chabuca ofrece lo mejor de la comida peruana. Epicuro aprecia su parihuela, sus cebiches. No vacila aquella mujer en ir cada veinte días a Tumbes para buscar el maíz morado. Su sazón es única, su personalidad arrolladora.
Y no podía olvidar a Elizabeth Coronel de Spechel (Lichi) y Matilde de Casal (dulces y bocaditos D'Matilde), quienes se han dedicado por varios años a su ‘dulce’ labor.
Epicuro se siente orgulloso de poder rendir su homenaje a tan valiosas féminas. Recordemos que se dice “la chef” con toda honra.