Obsesión por el Peso
Los griegos nos muestran héroes de envidiable silueta, la Venus hallada en la isla de Milo mide más de dos metros, tiene 97 centímetros de cintura, 129 de caderas y 121 de busto, pero al llegar Rubens con sus Tres Gracias, vuelven los rollos con celulitis. Desde la prehistoria la Venus encontrada en Willendorf ostenta una tremenda obesidad, evidente símbolo de la fertilidad. Hasta los caballos pintados por Velásquez tienen panzas descomunales, traseros superlativos.
Siendo Epicuro un hombre pasado de peso por ser más adicto a los buenos manjares que al deporte, debía, como crítico, interesarme en el tema del sobrepeso y solidarizarme con los rollizos. Al investigar me topé con un asunto apasionante, pues la historia del arte siguió paso a paso nuestro engrosamiento.
La cultura popular atribuye al gordo una personalidad cariñosa, algo dependiente, pero también lo muestra como candidato a la glotonería. En la obra musical Cats está Bustopher Jones, el gato gordo. En el primer libro de Harry Potter, uno de los personajes, Dudley Dursley, recibe calificativos poco halagüeños como “cerdo con peluca” o “del tamaño de una ballena asesina”. Hubo por los años setenta una balada interpretada por Palito Ortega. “La pinta es lo de menos, vos sos un gordo bueno, alegre y divertido, sos un gordito simpaticón”. No imaginamos a un Santa Claus enjuto y famélico, su gordura simboliza generosidad, su risa sale del abdomen.
Sabemos que en las culturas donde escaseaba la comida ser gordo se volvía símbolo de riqueza, éxito, estatus social. El festín organizado por Trimalción en el Satiricón abunda en excesos, los romanos ricos disponían de un cuarto especial llamado vomitorium para aliviar los estómagos recargados; el tipo de comida, la cantidad, las salsas sofisticadas se volvieron durante siglos criterios para definir una clase social.
Los reyes nunca fueron ejemplos de austeridad (Juan Carlos el Borbón ya no cabe en sus uniformes), los banquetes eran sesiones de gula o voracidad. Recuerdo el tremendo banquete descrito por Flaubert en su novela Salambó, la película La grande bouffe (La gran comilona) de Marco Ferreri: orgía de cerdos, quesos, jamones y caviar con subrayado de lujuria.
El eventual creador no puso las calorías en la inocente lechuga, el diminuto rábano, sino en lo que más nos atrae: los pasteles, helados, cremas, fettuccine a la carbonara, divino chocolate, hamburguesas, perros calientes, atractivas papas fritas, pâtés y embutidos.
Nuestro siglo nos habla de colesterol, triglicéridos, liposucción, mangas gástricas, torturas diversas para recuperar la silueta longilínea.
La delgadez, promovida por modelos de alta costura o candidatas a misses, se convierte en la meta anhelada, mientras otras féminas optan por aumentar busto y pompis soñando, sin embargo, con guardar cintura de avispa.
Los diarios y revistas publican como nunca recetas enloquecedoras, promueven sitios donde vamos con gusto a aplaudir con las mandíbulas el caldo de salchicha, la guatita, el yaguarlocro, las empanadas y otras maravillas.
El magro consuelo de Epicuro es poder saborear sin temor los cebiches de pescado, el caldo de patas, sutiles manjares todavía aceptables en la escala calórica. Un viejo proverbio dice que cavamos nuestra tumba con nuestros dientes, es como para pensarlo dos veces antes de hincar el diente. Ojalá inventen pronto “la píldora del día después” para los comilones, un regulador de apetito que realmente funcione, porque ya sabemos que el hipotálamo es el gran responsable de nuestros desvaríos gastronómicos. (O)