El éxito no es un destino
Pocas cosas son tan satisfactorias en la vida como ver que los hijos triunfan. Y es posible que por ello, muchos de nuestros esfuerzos como padres están encaminados a lograr que ellos tengan éxito en todo lo que se proponen.
Sin embargo, si bien es maravilloso que los hijos se destaquen y se les reconozca como los mejores, es muy peligroso caer en el error de que el reconocimiento público que su triunfo les conlleva se convierta en la meta de todo lo que se proponen.
Pero más peligroso es aún que los padres vivamos sus triunfos como una credencial que ratifica nuestra idoneidad como tales o como una forma de lograr a través de ellos el éxito que no pudimos lograr nosotros a su momento.
En la sociedad competitiva actual la fama dada por los triunfos se ha convertido en un valor supremo y la vida gira en torno a lograrla. Pero en el proceso hemos olvidado que lo importante no es qué tanto se destaquen nuestros hijos sino el precio que se paga por ello. ¿Estaremos sacrificando la paz del hogar cambiándola por la tensión que genera vivir llenos de actividades y agobiados por la ambición de sobresalir? Habremos perdido nuestro rumbo y precipitado a los hijos por el camino errado cegados por el afán de verlos ocupar un primer lugar?
El éxito no es un destino, es un camino. Triunfamos como padres cuando respetamos la dignidad de nuestros hijos y los aceptamos como son a pesar de que no sean lo que soñamos; cuando logramos que su vida se rija por el deseo de ser mejores personas y no por el ansia de ser poderosos; cuando les inculcamos que lo que les garantizará un lugar prominente en la sociedad no será el dinero que ganen sino lo mucho que aporten al bienestar de sus semejantes; cuando tienen claro que su éxito no depende del alcance de su fama ni del monto de sus bienes, sino de la cuantía de sus contribuciones.