Discurso para la posteridad: Conservar las tradiciones

Por Paulo Coelho
03 de Agosto de 2014

“Yo no sé; nuestras costumbres son diferentes de las vuestras. La visión de vuestra ciudad hiere los ojos del hombre rojo. Tal vez sea porque el indio es un salvaje y no comprende. No hay lugar tranquilo en la ciudad del hombre blanco”.

En 1854, el presidente de los EE.UU. le propuso a una tribu comprar sus tierras a cambio de una “reserva”. El texto de respuesta del Jefe Seattle es considerado uno de los más bellos escritos sobre las tradiciones:

¿Cómo se puede comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esa idea nos resulta extraña. Si no poseemos el frescor del aire ni el brillo del agua, ¿cómo es posible venderlos? Cada palmo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada rama, cada puñado de arena del desierto, cada sombra de árbol, cada una de estas cosas es sagrada en nuestra memoria.

Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra de origen cuando van a caminar entre las estrellas. Nuestros muertos jamás olvidan estas montañas y valles, pues así es el rostro de nuestra Madre. Somos parte de la tierra y ella forma parte de nosotros. Las flores son nuestras hermanas; el ciervo, el caballo y la gran águila son nuestros hermanos. Los picos rocosos, los surcos húmedos en las campiñas, el calor del cuerpo del potro, y el hombre –todos pertenecen a la misma familia. Por lo tanto, cuando el Gran Jefe en Washington desea comprar nuestra tierra pide mucho de nosotros.

El Gran Jefe dice que nos llevará a un lugar donde podremos vivir felices. Él será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos. Por lo tanto, nosotros vamos a considerar su oferta de comprar nuestra tierra. Pero eso no será fácil, porque esa agua brillante que corre en los arroyos no es apenas agua, sino la sangre de nuestros antepasados. Si le vendemos la tierra, ellos pueden olvidar el murmullo de las aguas y la voz de nuestros ancestros, y los recuerdos de todo lo ocurrido mientras vivimos aquí.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestras costumbres. Una porción de tierra, para él, tiene el mismo significado que cualquier otra, pues es un forastero que viene por la noche y extrae de la tierra aquello que necesita. La tierra no es su hermana, sino una mujer atractiva, y cuando él la conquista, prosigue su camino. Deja atrás los túmulos de sus antepasados y no se incomoda. Retira de la tierra aquello que sería de sus hijos, y no le da importancia. La sepultura de su padre y los derechos de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el cielo, como cosas o adornos coloreados. Su apetito devorará la tierra, dejará un desierto.

No sé, nuestras costumbres son diferentes de las vuestras. La visión de vuestra ciudad hiere los ojos del hombre rojo. Tal vez sea porque el indio es un salvaje y no comprende. No hay lugar tranquilo en la ciudad del hombre blanco. Ningún lugar en el que pueda escucharse el desplegarse de las hojas en primavera o el aleteo de un insecto. El ruido parece solamente insultar a los oídos. ¿Y qué resta de la vida si un hombre no puede oír el lloro solitario de un ave o el debate de los sapos alrededor de una charca, por la noche? ¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría en una gran soledad de espíritu. Pues lo que ocurre con los animales, al poco le ocurre también al hombre. Hay una conexión en todo.

Todo lo que le ocurra a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, están escupiéndose a sí mismos. Algo sabemos: la tierra no pertenece al hombre, el hombre pertenece a la tierra. El hombre no tramó el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que le haga al tejido se lo hará a sí mismo.

Incluso el hombre blanco, cuyo Dios camina y habla con él de amigo a amigo, no puede huir de esta realidad. De una cosa estamos seguros: nuestro Dios es el mismo que el suyo. La tierra le es preciosa, y herirla es despreciar al Creador. Es el final de la vida y el inicio de la supervivencia.

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