El pianista en el mall
Estoy andando, distraído, por un centro comercial, acompañado de una amiga violinista. Úrsula. De repente, me agarra del brazo: –¡Escucha!
Oigo voces de adultos, gritos de niño, ruidos de televisores encendidos en tiendas de electrodomésticos, zapatos que, saltando, golpean el suelo de ladrillos, y aquella famosa música, omnipresente en todos los centros comerciales del mundo.
–¿Acaso no es maravilloso?
Digo que no he oído nada maravilloso o fuera de lo normal.
–¡El piano! –dice, mirándome con decepción–. ¡Es maravilloso!
–Será una grabación, comento. ¡No seas bobo!, dice ella.
Al escuchar, noto que está tocando una sonata de Chopin, y ahora que consigo concentrarme, las notas parecen ahogar todo el barullo que nos rodea. Toca otras dos sonatas de Chopin, y después Schubert, Mozart. Debe de tener unos treinta años; una placa colocada al lado del pequeño palco explica que se trata de un famoso músico de Georgia, una de las antiguas repúblicas soviéticas. Debe de haber buscado trabajo, y, después de no encontrar más que puertas cerradas, se desesperó, se resignó, y ahora está aquí. Pero no estoy seguro de que esté aquí: sus ojos se dirigen hacia el mundo mágico donde esas músicas fueron compuestas, sus manos comparten con todos el amor, el alma, el entusiasmo, lo mejor de sí mismo, sus estudios, concentración, disciplina. Solo parece no haber entendido algo: absolutamente vino para escucharlo.
El pianista no lo nota, sigue conversando con los ángeles de Mozart. Tampoco ha visto que hay dos personas, una de las cuales, virtuosa del violín, lo escucha con lágrimas en los ojos.
Recuerdo una capilla donde una vez entré por casualidad y vi a una joven tocando para Dios. Pero era una capilla, y aquello tenía sentido. En este caso, nadie lo oye, tal vez ni siquiera el mismo Dios. Mentira. Dios lo oye. Él está en el alma y en las manos de este hombre, porque está dando lo mejor de sí, sin importarle ningún reconocimiento ni el dinero que reciba. Toca porque ese es su destino, su alegría, su razón de vivir.
Me embarga una sensación de profunda reverencia, de profundo respeto por un hombre que en este momento me está recordando una lección importantísima: cada uno tiene una leyenda personal por cumplir, y punto final. No importa si los demás te apoyan, te critican, no te hacen caso o te toleran; tú haces aquello porque es tu destino, es la fuente de toda alegría.
El pianista termina otra pieza de Mozart, y por primera vez se da cuenta de nuestra presencia. Nos saluda con un educado y discreto movimiento de cabeza, y nosotros hacemos lo propio. Pero enseguida vuelve a su paraíso, y es mejor dejarlo allí, sin que nada en este mundo pueda estorbarlo, ni siquiera nuestros tímidos aplausos. Nos sirve de ejemplo a todos nosotros.
Cuando pensemos que nadie presta atención a lo que estamos haciendo, recordemos a este pianista: él estaba conversando con Dios a través de su trabajo, y el resto no tenía la menor importancia. (O) www.paulocoelhoblog.com