Historias orientales: Buscando la felicidad

Por Paulo Coelho
17 de Enero de 2016

“Somos dos personas diferentes, cada cual luchando a su manera por aquello en lo que cree y haciendo lo posible para mejorar este mundo, el resto es solo apariencias”.

Un hombre muy rico pidió a un maestro zen un texto que le hiciera recordar siempre lo feliz que era con su familia.

El maestro zen cogió un pergamino y con una linda caligrafía escribió:

“El padre muere. El hijo muere. El nieto muere”.

—¿Cómo? —dijo furioso el hombre rico. ¡Yo le pedí algo que me inspirase, una enseñanza que fuese siempre contemplada con respeto por mis próximas generaciones, y usted me da algo tan depresivo y deprimente como estas palabras!

—Usted me pidió algo que siempre le hiciera recordar la felicidad de vivir junto a su familia. Si su hijo muriese antes, todos serían arrasados por el dolor; si su nieto muriese sería una experiencia insoportable.

En cambio, si su familia va desapareciendo en el orden que coloqué en el papel, estará siguiendo el curso natural de la vida. Así, aun cuando todos pasen por momentos de dolor, las generaciones se sucederán y su legado perdurará mucho tiempo.

Cada quien con su destino

Un samurái, muy conocido por su nobleza y honestidad, acudió a visitar a un monje zen en busca de consejos. Sin embargo, no bien entró en el templo donde el maestro rezaba, se sintió inferior, y concluyó que, a pesar de haber pasado toda su vida luchando en favor de la justicia y de la paz, no se había tan siquiera acercado al estado de gracia del hombre que tenía enfrente.

—¿Por qué me estoy sintiendo tan inferior?, le preguntó, en cuanto el monje acabó de rezar. Ya me enfrenté muchas veces con la muerte, defendí a los débiles, sé que no tengo nada de qué avergonzarme, sin embargo, al verlo meditando, he sentido que mi vida no tenía la menor importancia.

—Espera. En cuanto haya atendido a todos los que me buscaron hoy, te daré la respuesta.

Durante el día entero el samurái se quedó sentado en el jardín del templo, viendo cómo las personas entraban y salían en busca de consejos. Vio cómo el monje atendía a todos con la misma paciencia y la misma sonrisa luminosa en su rostro. Pero su estado de ánimo iba de mal en peor, pues había nacido para actuar, no para esperar.

Por la noche, cuando ya todos se habían ido, él insistió:

—¿Puede enseñarme ahora?

El maestro le invitó a entrar y lo condujo hasta su habitación. La luna llena brillaba en el cielo, y todo el ambiente inspiraba una profunda tranquilidad.

—¿Estás viendo esta luna?, qué bonita es. Cruzará todo el firmamento y mañana el sol volverá a brillar. Solo que la luz del sol es mucho más fuerte, y consigue mostrar los detalles del paisaje que tenemos ante nuestros ojos: árboles, montañas, nubes... He contemplado a los dos durante años y nunca escuché a la luna preguntarse “¿por qué no tengo el mismo brillo que el sol? ¿Será porque soy inferior a él?

—Claro que no, respondió el samurái. —La luna y el sol son dos cosas diferentes y cada una tiene su propia belleza. No podemos compararlos entre sí.

—Entonces, ya sabes la respuesta. Somos dos personas diferentes, cada cual luchando a su manera por aquello en lo que cree y haciendo lo posible para mejorar este mundo, el resto es solo apariencias. (O)

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