La vuelta al mundo: Desde el más allá
“Allí, antes de hacer su último viaje (Vera) tomó una decisión. Ya que nunca había podido ni siquiera conocer su país, viajaría entonces después de muerta”.
Siempre pensé en lo que sucede cuando esparcimos alguna porción de nosotros mismos por la Tierra. Ya me corté cabellos en Tokio, uñas en Noruega, vi correr mi sangre de una herida al subir una montaña en Francia. En mi primer libro Los archivos del infierno (que jamás fue reeditado) especulaba un poco sobre el tema, como si fuese necesario sembrar un poco del propio cuerpo en diversas partes del mundo de manera que, en una futura vida, algo nos pareciese familiar. Cuando leí en el diario francés Le Figaro un artículo firmado por Guy Barret sobre un caso real acontecido en junio de 2001, cuando alguien llevó hasta las últimas consecuencias esta idea.
Se trata de la americana Vera Anderson, que pasó toda su vida en la ciudad de Medford, Oregón. Siendo ya de edad avanzada fue víctima de un accidente cardiovascular, agravado por un enfisema de pulmón, lo que la obligó a pasar años enteros dentro de un cuarto, siempre conectada a un balón de oxígeno. Esto en sí ya es un suplicio, pero en el caso de Vera la situación era aún más grave porque había soñado con recorrer el mundo y había guardado sus ahorros para hacerlo cuando estuviera jubilada.
Vera consiguió ser trasladada a Colorado, para poder pasar el resto de sus días en compañía de su hijo Ross. Allí, antes de hacer su último viaje –aquel del que jamás volvemos– tomó una decisión. Ya que nunca había podido ni siquiera conocer su país, viajaría entonces después de muerta.
Ross fue a ver al notario local y registró el testamento de la madre: después de morir le gustaría ser incinerada. Hasta aquí, nada de particular. Pero el testamento continúa: sus cenizas debían ser colocadas en 241 pequeñas bolsitas que serían enviadas a los jefes de los servicios de correos de los 50 estados americanos y a cada uno de los 191 países del mundo, de modo que por lo menos una parte de su cuerpo terminase visitando los lugares que siempre soñó.
En cuanto Vera partió, Ross cumplió su último deseo con la dignidad que se espera de un hijo. En cada envío incluía una pequeña carta donde pedía que dieran digna sepultura a su madre.
Todas las personas que recibieron las cenizas de Vera Anderson trataron el pedido de Ross con respeto. En los cuatro rincones de la Tierra se creó una silenciosa cadena de solidaridad, donde simpatizantes desconocidos organizaron ceremonias y ritos diversos, siempre tomando en cuenta el lugar que a la fallecida señora le hubiera gustado conocer.
De esta manera las cenizas de Vera fueron esparcidas en el lago Titicaca, en Bolivia, siguiendo las antiguas tradiciones de los indios aymaras; en el río que pasa frente al palacio real de Estocolmo, en las márgenes del Choo Praya en Tailandia, en un templo sintoísta en el Japón, en los témpanos de la Antártida, en el desierto del Sahara. Las hermanas de la caridad de un orfanato en América del Sur (el artículo no cita el país) rezaron durante una semana antes de esparcir las cenizas por el jardín, y después decidieron que Vera Anderson debería ser considerada una especie de ángel de la guarda del lugar.
Ross Anderson recibió fotos desde los cinco continentes, de todas las razas, de todas las culturas, mostrando a hombres y mujeres en el acto de honrar el último deseo de su madre. Cuando vemos un mundo tan dividido como el de hoy, donde pensamos que nadie se preocupa por los demás, este último viaje de Vera Anderson nos llena de esperanza al saber que aún existe respeto, amor y generosidad en el alma de nuestro prójimo, por más distante que él esté. (O)