Lugar mágico: Los cátaros franceses
“Creían en la existencia de dos dioses: un dios del bien (Dios) y otro del mal (Satán), que había creado el mundo material. Eso les llevó a hacer votos de castidad, pues se negaban a procrear y dar más adeptos al diablo. Se llamaban a sí mismos perfectos”.
Creo que una de las más bellas regiones del mundo es el Languedoc, una parte de los Pirineos que se encuentra al sudoeste de Francia. He estado allí algunas veces, y me han impresionado sus valles, montañas, vegetación y ríos. Sin embargo, como el ser humano es absolutamente imprevisible, fue precisamente en este magnífico lugar donde nació la primera gran “herejía” europea: el catarismo.
Se han escrito muchos libros sobre el tema. No obstante, se puede resumir la filosofía cátara así: el universo fue creado por el demonio. Toda esta belleza aparente es obra de él.
Según la enciclopedia, los cátaros creían en la existencia de dos dioses: un dios del bien (Dios) y otro del mal (Satán), que había creado el mundo material. Eso les llevó a hacer votos de castidad, pues se negaban a procrear y dar más adeptos al diablo. Se llamaban a sí mismos “perfectos”, y estaban dispuestos al martirio para probar la importancia de su creencia.
El final simbólico del movimiento, que desencadenó las primeras Cruzadas de las que se tiene noticia, tuvo lugar el día 15 de marzo de 1244 en la fortaleza de Montsegur: después de un prolongado asedio, durante el cual se les dio a elegir entre la conversión al catolicismo o la muerte, aproximadamente 250 “perfectos”, hombres, mujeres y niños, bajaron la montaña cantando y se tiraron a las llamas de la hoguera encendida con esa finalidad.
Durante mucho tiempo me interesé por el catarismo. En 1989 conocí a Brida O’Fern, que había sido cátara en una encarnación anterior. A comienzos de aquel mismo año había conocido a Mónica Antunes, hoy amiga mía y agente literaria.
Como yo necesitaba, por razones espirituales, hacer el camino cátaro (una ruta que une los castillos/fortalezas de los “perfectos”), la invité al recorrido.
Mónica y yo llegamos al pie de la montaña de Montsegur en una tarde de agosto: habíamos planeado subirla al día siguiente. Después de comer fuimos a charlar al lugar donde se había encendido la hoguera, casi 800 años antes (indicado por un insignificante monumento). El cielo estaba encapotado, con nubes tan bajas que ni siquiera podíamos ver las ruinas en lo alto del gigantesco peñasco. Para provocar a Mónica, dije que tal vez sería interesante subir aquella misma noche. Ella respondió que no, y me sentí aliviado: ¿y si hubiera dicho que sí?
En ese momento, para un coche, de la misma marca y color que el mío. Sale de él un irlandés y pregunta, como si fuéramos de la región, por dónde se puede subir a la roca. Le sugiero que lo haga con nosotros al día siguiente, pero él está decidido a subir esa misma noche: quiere ver la salida del sol allá en la cima, dice que tal vez él también fue cátaro en otra vida.
Y todo parece encajar: Brida, la obligación de hacer el camino cátaro, la broma minutos antes con Mónica, y ahora aquel hombre allí, con un coche igual al mío. Es una señal. Voy al hotel de la aldea y consigo una linterna, la única allí.
Una vez en la fortaleza de Montsegur entramos y contemplamos las ruinas. Admiro la belleza del firmamento, me pregunto cómo llegamos allí sin ningún percance, pero pienso que es mejor dejarse de preguntas y tan solo admirar el milagro. Los cátaros contemplaban este mismo cielo, y aun así pensaban que todas estas estrellas eran obra del demonio. Jamás entenderé a los cátaros, por mucho que respete la integridad con la que se entregaban a su fe.
Volví a Montsegur, pero nunca más conseguí encontrar el camino que tomamos aquella noche en 1989. Los misterios existen.