Seguir los sueños: El buen combate
“Cuando renunciamos a nuestros sueños y encontramos la paz, tenemos un pequeño periodo de tranquilidad. Pero los sueños muertos comienzan a pudrirse dentro de nosotros y a infestar todo el ambiente donde vivimos”.
En 1986 hice por primera y única vez la peregrinación conocida como El Camino de Santiago. Habíamos acabado de subir una pequeña cuesta y, en el horizonte, apareció un pueblecito. Fue entonces cuando mi guía, a quien llamaré Petrus (aun cuando no es ese su nombre), me dijo:
—Mira a tu alrededor y fija tu visión en un punto cualquiera; después concéntrate en lo que voy a decir. Escogí la cruz de una iglesia que conseguía ver a lo lejos, y Petrus comenzó:
“El hombre nunca puede parar de soñar; el sueño es el alimento del alma, como la comida es el alimento del cuerpo. Muchas veces en nuestra existencia vemos nuestros sueños deshechos y nuestros deseos frustrados, pero es preciso continuar soñando, si no nuestra alma muere. Mucha sangre ya corrió por este campo que tienes delante de tus ojos, y en él tuvieron lugar algunas de las batallas más crueles de la reconquista. Quien tenía la razón, o la verdad, carece de importancia: lo importante es saber que ambos bandos estaban librando el buen combate”.
“El buen combate es aquel que se emprende porque nuestro corazón lo pide. En las épocas heroicas, en el tiempo de los caballeros andantes, esto era fácil; había mucha tierra para conquistar y mucha empresa para acometer. Hoy en día, sin embargo, el mundo ha cambiado mucho, y el buen combate se ha trasladado desde los campos de batalla hasta el interior de nosotros mismos”.
“El buen combate es aquel que se libra en nombre de nuestros sueños. Cuando ellos explotan en nuestro interior con toda su fuerza –en la juventud– tenemos mucho valor, pero aún no hemos aprendido a luchar”.
“Después de mucho esfuerzo terminamos aprendiendo a luchar, pero entonces ya no tenemos el mismo coraje para combatir. Por causa de esto, nos volvemos en contra nuestra y nos combatimos a nosotros mismos, pasando a ser nuestro peor enemigo. Decimos que nuestros sueños eran infantiles, difíciles de realizar, o fruto de nuestro desconocimiento de las realidades de la vida. Matamos a nuestros sueños porque tenemos miedo de librar el buen combate”.
“El primer síntoma de que estamos matando nuestros sueños es la falta de tiempo. Las personas más ocupadas que conocí en mi vida siempre tenían tiempo para todo. Las que no hacían nada estaban siempre cansadas, no concluían el poco trabajo que debían realizar, y se quejaban de que el día era demasiado corto. Lo que sucedía realmente es que ellas tenían miedo de librar el buen combate”.
“El segundo síntoma de la muerte de nuestros sueños son nuestras certezas. Porque no queremos aceptar la vida como una gran aventura a ser vivida, pasamos a considerarnos sabios, justos y correctos, en lo poco que pedimos a la existencia. Miramos detrás de las murallas de nuestro día a día, oímos el ruido de las lanzas que se quiebran, el olor de sudor y de pólvora, las grandes caídas y las miradas sedientas de conquista de los guerreros. Pero nunca sentimos la alegría, la inmensa alegría que llena el corazón de quien está luchando, porque para este no importa la victoria ni la derrota, importa apenas luchar en el buen combate”.
“Finalmente, el tercer síntoma de la muerte de nuestros sueños es la paz. La vida pasa a ser una tarde de domingo, sin pedirnos grandes cosas, y sin exigir más de lo que queremos dar. Consideramos entonces que estamos muy maduros, dejamos de lado las fantasías de la infancia y conseguimos nuestra realización personal y profesional. Pero en verdad, en lo más íntimo de nuestro corazón, sabemos que lo que sucedió fue que renunciamos a la lucha por nuestros sueños, a llevar a cabo el buen combate”.
“Cuando renunciamos a nuestros sueños y encontramos la paz, tenemos un pequeño periodo de tranquilidad. Pero los sueños muertos comienzan a pudrirse dentro de nosotros y a infestar todo el ambiente en que vivimos”.
“Comenzamos a volvernos crueles con aquellos que nos rodean y finalmente pasamos a dirigir esta crueldad contra nosotros mismos. Surgen las enfermedades y las psicosis. Lo que queríamos evitar en el combate –la decepción y la derrota– pasa a ser el único legado de nuestra cobardía. Y un buen día, los sueños muertos y podridos tornan el aire más irrespirable, y pasamos a desear la muerte, que nos libra de nuestras certezas, de nuestras ocupaciones y de aquella terrible paz de las tardes de domingo”.