La crianza no es una función es una bendición
Ser padres hoy es un desafío cada vez más abrumador, entre otras, porque la paternidad es otra de nuestras múltiples actividades y un escenario en el que también debemos sobresalir. Por este motivo, nuestra labor parental se convirtió en una función que se rige por los mismos parámetros de cualquier otra empresa, es decir, por los resultados tangibles que obtengamos, es decir, por la rapidez con que los hijos aprendan, los premios que reciban, los trofeos que ganen, o las amistades influyentes que establezcan.
Cuando esto ocurre, dejamos de ver a los hijos como personas y los convertimos en algo así como proyectos que deben desarrollarse acorde con nuestras expectativas. Esto explica la presión que ejercemos sobre los niños para que logren más que los demás y de lo que ellos pueden, así como la competitividad que se ha generado entre los padres en todo lo que tiene que ver con su rendimiento académico, social y deportivo.
Lo grave es que por vivir empeñados en que los niños tengan “éxito”, es decir, que sean mejores que todos, impedimos que sean ellos mismos. Y así no los formamos, sino los deformamos porque su único interés es derrotar a los demás a como dé lugar.
Ser padres no es un oficio, es un compromiso sagrado que nos exige dar lo mejor de nosotros mismos. Nuestra tarea primordial es la de formar a los hijos en principios y valores, no convertirlos en lo que soñamos que sean. Para eso lo que se necesita es amor y buen ejemplo, porque no depende de las oportunidades que les demos sino de los valores que les inculquemos.
La paternidad no es solo una función, es una bendición que nos enriquece como pocas. Y los hijos no son una inversión, son seres cuya vida gestamos y por lo tanto tenemos la responsabilidad de formarlos, no de hacerlos a nuestra imagen y semejanza. Por eso, son nuestra calidad humana, y nuestra dedicación lo que hará posible que florezca en ellos todo lo bueno que tienen para aportarle al mundo.