No ‘buenos’, sino firmes
Si nuestros abuelos estuvieran oyendo lo que pasa en los hogares hoy en día ya se habrían levantado de sus tumbas aterrados de ver cómo los niños ahora comen a la carta, amenazan a sus padres con no amarlos, les pegan cuando los complacen y son quienes deciden dónde y a qué horas comen, se bañan, se acuestan, etc. No se necesita ser muy viejo para quedarse aterrado al ver cómo ellos manejan la familia “con un dedito” y los padres, desconsolados y confundidos, ceden cuando ya no encuentran más razones para justificar sus demandas, por mínimas que sean.
Al vivir bombardeados por toda suerte de teorías respecto a la crianza de los hijos, mezclados con sentimientos de culpa y temor a disgustarlos, los padres estamos bastante perdidos y la anarquía reina ahora en muchas familias.
Durante la infancia, y aun durante la adolescencia, los hijos nos idealizan y necesitan vernos como seres infalibles. Y por eso les urge percibirnos como personas sabias y todopoderosas, que sean capaces de cuidarlos, protegerlos y guiarlos. Sin embargo, cuando los padres nos mostramos atemorizados y confundidos, a tal punto que les pedimos perdón por las órdenes que damos y hasta preguntamos a los niños qué debemos hacer para que nos obedezcan, no les inculcamos la sensación de seguridad indispensable para que nos admiren y acaten nuestras órdenes.
La solución no es rogar los niños que obedezcan. Es preciso dejar de dar tantas explicaciones y volver al “¡Porque yo soy su papá/mamá!” (que tanto escuchamos en nuestra infancia) como justificación suficiente cuando demandan razones “válidas” para acatar nuestras instrucciones.
Nuestra autoridad es indispensable para dirigir la vida de los hijos mientras ellos desarrollan las capacidades para saber qué deben hacer y qué evitar. Lo que más necesitan es que ejerzamos el mando en la familia con firmeza y decisión, exigiendo que se cumplan nuestras normas y así desarrollen la disciplina que necesitan para obrar correctamente, cumplir con el deber y triunfar. (O)