Corrientes amazónicas: Y aguas de Galápagos
“Acá los ríos corren turbios, blanquinosos, amarillentos, o negros, a veces transparentes, pero igual oscuros, con la tonalidad del vino tinto”.
Me pregunto cuántas personas en el planeta conocen el mar, cuántas nunca lo han visto. Durante mis recientes semanas en la Amazonía, lo añoraba, y me puse a pensar en cómo sería descubrirlo por primera vez.
Le pregunto a Wilson, nacido y crecido en Nauta, a orillas del río Marañón, tributario del Amazonas. El Amazonas es, en su boca, tan amplio como el océano, con 150 kilómetros entre orilla y orilla. No en vano el señor Pinzón (si, el mismo Pinzón que viajara con Colón en 1492) al avistarlo en el año 1500 lo llamó “mar dulce”, ignorando que pudiera tratarse de un río. No le hizo mucho caso y siguió de largo por la costa de Brasil, dejando ese lado de América para que luego los portugueses lo redescubrieran y colonizaran.
Sin embargo, a la altura del pueblo de Wilson apenas si hay un par de cientos de metros entre lado y lado, la tierra no se pierde de vista. Él fue invitado a las islas Galápagos hace dos años; ese fue su primer y único encuentro con el mar. Le sorprendió el azul. No la vastedad, no lo salado, no las aguas frías de la corriente de Humboldt. Fue el tinte del océano.
¡No me lo habría imaginado! Pero ahora que he estado enclaustrada en el bosque húmedo más grande del mundo, lo entiendo. Acá los ríos corren turbios, blanquinosos, amarillentos, o negros, a veces transparentes, pero igual oscuros, con la tonalidad del vino tinto.
Debe impresionar ver agua celeste, azul turquesa, cuando yo pensaba que sorprendería más la vastedad del mar. He observado la Amazonía desde el aire, me he adentrado en su mismo corazón, he aprendido que la espesura de la selva es tan gigantesca e imponente como el océano mismo.
El verde es vasto como el azul es infinito, después de todo el 40% de América del Sur es Amazonía. Para Wilson y los habitantes de esta región, el esmeralda en que navegan, porque literalmente navegan, es como el azul donde yo vivo cada día.
A Wilson le asustaba la idea de que en el océano habitaran tiburones, y a mí me aterra que me salga una piraña o que por algún orificio del cuerpo se me introduzca un pequeño bagre (Vandellia cirrhosa), que es parte de su comportamiento conocido.
Wilson se sorprendió también de que pudiera flotar con facilidad, y a mí me cuesta mantenerme en la superficie en estos ríos y lagos amazónicos.
Wilson se asustaba al ver claramente el fondo, con sus peces y rocas, nítidos. Mi aprehensión de lanzarme al agua se debe a que ignoro lo que pueda estar en ella, que las opciones van desde anacondas hasta anguilas eléctricas, pasando por troncos flotantes, veinte especies de rayas, y otra vez, las pirañas.
Es el miedo a lo que no nos es familiar, a lo desconocido. Luego de un rato el recelo se domina, se da el salto; Wilson sumergiéndose en las aguas frías de Galápagos, yo en vertientes demasiado cálidas para mi gusto, pero igual, saltando en el Ucayali o en la laguna Yanayacu. Pero agua es agua, y con el agua corre la vida, la alegría de habitar un planeta diverso, la emoción del descubrimiento, el orgullo de vencer un miedo.
Wilson se queda en su selva de ríos que cambian caprichosa e impredeciblemente de curso. Meandros que continúan cavando sedimentos de kilómetros de espesor (hasta 5.000 metros), que a ratos se cortan, se pierden en lagunas de las que pocos conocen su existencia. Yo vuelvo al mar, siempre allí, constante, evocado y querido.