Encantada en Delfos: Con el oráculo sabio
“Tal vez existen fuerzas magnéticas aún no descritas, o tal vez es simplemente bello, en sus paisajes, cercanía al mar y a las nubes...”.
He llegado hasta Delfos, famoso santuario griego de gran prestigio en el mundo antiguo. Residencia de Pitia, la sacerdotisa que servía como oráculo; consultada antes de fundar pueblos o empezar batallas.
Seguramente se empezó a utilizar desde el año 1400 a.C., como sitio sagrado y de adoración a la madre tierra, la diosa Gaia. Pero en el 800 a.C., se convierte en lugar de devoción al dios Apolo, que según la leyenda, vendría él mismo desde el mar, en forma de delfín, a construir el primer templo.
Llego a Delfos junto a mi madre, la mujer que me contara los primeros cuentos sobre dioses y hombres. Venimos de turistas, pero conocemos que lo nuestro es más parecido a un peregrinaje.
La espesa neblina de la mañana se despeja a medida que ascendemos el cerro donde alguna vez se levantara el templo a Apolo. No necesito intercambiar palabra alguna con mi madre. Me basta con contemplar su expresión, constatar el leve temblor de sus manos.
Huele a húmedo en estas laderas verdes al sur-occidente del Monte Parnaso. Sin planificarlo demasiado he llegado al ombligo del mundo, a la piedra “omphalos” que Zeus lanzara sobre la tierra determinando el centro de todo lo conocido.
La guía nos describe los diferentes templos que en su momento se irguieron para atesorar reliquias que cada visitante debía traer a la pitonisa antes de consultarla.
Primero un baño en un manantial cercano, luego la ofrenda y finalmente la entrevista. Parece que de algún tipo de vapores emanados de la tierra, o con mezclas de laurel, o cannabis, o rododendro, el oráculo entraba en una suerte de trance. Sacerdotes del templo ayudaban a interpretar sus palabras.
El sitio estaba lleno de obras traídas de cada rincón de Grecia, e incluso de reinos vecinos, con religiones distintas. ¿Lo harían por respeto, gratitud, o… por si acaso?
Vuelvo a ver a mi madre. No logro entender por completo lo que ella pueda sentir, si yo misma no comprendo lo que me está conmoviendo tanto. Somos ateas de formación.
Pero aquí moran nuestros dioses de la infancia. Que aman y odian, que se portan mal, bellos, u horribles, que se transforman en lo que se les antoja y que además, pueblan también el espacio de constelaciones que contemplo desde siempre en mis propias latitudes.
Visitar Delfos es volver un poco a la inocencia. Y quién sabe, ¿tal vez en el Parnaso sí habiten los dioses? Y si existen, ¿qué consultaría yo al oráculo de Delfos?
Mi madre y yo, en cómplice y silencioso acuerdo, sabemos que hay que dejar una ofrenda. Hemos venido juntas a Delfos, como desde hace siglos los hombres llegan a estas tierras, a agradecer, a pedir, a palpar el centro del mundo.
Tal vez existen fuerzas magnéticas aún no descritas, o tal vez es simplemente bello, en sus paisajes, cercanía al mar y a las nubes, en su riqueza de templos destruidos, de mármol esculpido que hoy yace disperso en los campos.
Sea lo que sea dejamos nuestra ofrenda. No preguntamos sobre designios, no reclamamos por la pérdida que nunca sabremos reponer. Desde el centro del mundo, con una pulserita de plata que yo cargara en mi tobillo durante años, enviamos amor a los que amamos, en el pasado, en el futuro. Lo hicimos con gratitud, con todo lo que somos, y tal vez también, como especulo, harían forasteros de antaño… por si acaso. (O)