Naturaleza y sonrisas: Pasajeros a bordo

Por Paula Tagle
23 de Octubre de 2016

“Tanto la mujer alta como la joven solitaria y la viejita, al final de los siete días en las islas, luego de muchas caminatas, de buceos, paisajes y tortugas, emanaban la misma paz, una paz de contentamiento”.

En mi barco viaja una mujer alta, excesivamente delgada. La acompañan su esposo, un hombre aun joven y hermoso, y dos niños, uno de 10 y otro de 12. Ella no sonríe, por más que intento ser agradable y atenta, no logro que su rostro brille, ni en gratitud ni en entusiasmo. Es como si nada le llegara al alma, ni los piqueros que danzan con sus patas ridículamente azules al aire, ni un grupo de orcas con dos machos de prominentes aletas. Nada la inmuta. Los hijos corren, se alegran, preguntan, pero la madre permanece inconmovible, como una columna de piedra, sin edad, inalcanzable.

Me frustra no verla contenta. Eso es parte de mi trabajo, incluso diría es, inconscientemente, mi misión en la vida. Que la gente sonría al menos, y cómo no hacerlo ante la imponencia de este archipiélago encantado.

En el mismo barco viaja una joven. No sabemos qué habrá ocurrido en su vida. No se comunica con nadie, y pasa los primeros días encerrada en la cabina. Ni los anuncios de cielo despejado o de luna encendida de rojo en las noches logran sacarla de su silencio y oscuridad. También en el barco viaja una viejita, de aproximadamente 80 años, delgada y alegre. Viste colores intensos y quiere hacerlo todo, aunque el cuerpo, a veces, no se lo permita. Se inscribe para kayak, se va de buceo de superficie, y en las noches, se sienta con los tripulantes a practicar sus escasas palabras de español. Sabemos que es viuda, que estuvo cuarenta años casada y que meses atrás perdió al esposo.

Cada ser humano lleva una historia a cuestas, o varias historias. Los que miramos de fuera tendemos a juzgar y estereotipar conductas. No sabemos la carga de nostalgia, dolor y soledad que los otros puedan tener dentro.

La mujer distante, en apariencia antipática y fría, vive las semanas finales de su existencia, está en etapa terminal. Por eso el viaje, para disfrutar por última vez con su familia. La joven callada pide afecto a gritos; creció sin la suficiente atención y cariño (o eso cree ella), y ha perdido las fuerzas para enfrentarse al mundo.

La viejita feliz, en cambio, ya ha llorado bastante con la partida de su marido, pero se propuso vivir, por ella y por él, honrando de esa manera al amor, a la vida misma.

Cada uno sintetiza como puede sus miedos y tristezas; y los que observamos de fuera no debemos más que solidariamente ofrecer una sonrisa, tender una mtano, y no juzgar, no construir paredes. No existen recetas para la felicidad, sin embargo, hay algo que ayuda a un primer empujón: salir a la naturaleza. Estar un buen rato con ella. En las montañas, en el mar, entre albatros, cormoranes, iguanas, o al pie de un acantilado, sintiendo el viento agitar los cabellos.

Esto alivia las cargas, da luz. Recorrer los senderos donde la vida vibra sin preguntarse mucho los porqués, los cómos; eso permite apreciar las cosas sin cuestionamientos que al final llevan al pasado o al futuro, cuando lo que cuenta es el momento presente.

Tanto la mujer alta como la joven solitaria y la viejita, al final de los siete días en las islas, luego de muchas caminatas, de buceos, paisajes y tortugas, emanaban la misma paz, una paz de contentamiento. ¡Ojalá les dure siempre! (O)

nalutagle@yahoo.com

  Deja tu comentario