Recuerdos de siempre: Fernandina, mi favorita
“Confirmé que la magia de Fernandina es imperecedera, y toca a todos por igual; mi madre reconoció también, en la silueta del joven volcán, a la boa que ha tragado un elefante”.
El sombrero, o la boa que se tragó un elefante, Fernandina. Tal vez por esa asociación con un libro de mi infancia, dulce y tan lleno de verdades, o tal vez por su belleza indomable, misteriosa, o por su geología de lavas frescas o por sus lobos, los más inocentes de Galápagos, Fernandina es mi isla favorita.
La veo desde el barco y aspiro sus aires, su magia envolvente. En sus alrededores, gracias a los afloramientos de la corriente de Cromwell, hay posibilidades de mamíferos marinos. Caminé por sus senderos, como no lo hacía hace mucho tiempo. En segundos me sentí transportada al mismo lugar, a aquel que no es espacio, sino tiempo, sentimiento. Al de dulces nostalgias, a la edad de la inocencia.
Recuerdo cuando me vestía de manera especial el día que bajaba a la isla. Una vez por semana me ponía aquellos aretes de porcelana de mi abuelita, o mi gorro favorito, de Guatemala, de muchos colores, porque por lo demás debía vestir el mismo uniforme de siempre. Pero a Fernandina yo iba “emperifollada”. Recuerdo cuando 30 pingüinos se acercaron a “despedirse” de mí, porque me ausentaba un par de años. Rodearon la panga, se pasaban por debajo, y yo convencida de que era un adiós, porque en Fernandina no tenía manera de dominar mi imaginación; y nunca volví a presenciar algo parecido.
Años atrás podíamos nadar al sur de Punta Espinoza, donde solo el que conoce sabe navegar entre los bajos. Lava pahoehoe a un lado, lava Aa al otro, un canal estrecho entre roca joven, de apenas cientos de años, y al final, la perfecta piscina circular, escondida, de aguas que brillan como espejo, porque son heladas. En sus orillas crecen mangles rojos, y sobre la roca inerte viven cactus de lava, como prueba de que la vida encuentra siempre algún intersticio donde arraigarse e imponerse.
Era increíble hacer buceo de superficie en esta laguna “secreta”. De pronto aparecían pingüinos entre las raíces de los manglares, algo tan aparentemente absurdo, incongruente, pero en Fernandina todo es posible. Abundaban bacalaos, gordos, o surcaban de pronto pargos juveniles, o peces loro arcoíris. Todo lucía nuevo, lustrado por aguas a 17 grados centígrados, y al salir de la piscina, el viejo coral gigante, blanco, moribundo siempre, evidencia de tiempos más cálidos.
Mi frase trillada en Fernandina se repetía al atardecer. Pedía a los pasajeros que miraran al oeste, de donde debía surgir la siguiente isla, resultado del punto caliente y la placa tectónica en su constante movimiento en dirección al continente americano. Les decía que tal vez el sol ocultándose bajo el horizonte, no era tal, sino el nacimiento de un nuevo volcán. Y secretamente, me lo creía.
Hoy compartí Fernandina con mi madre; vimos las mismas panzudas iguanas retornando a la orilla luego de su festín de algas. Seguían los peces damiselas, territoriales como son, empujando con sus diminutos cuerpos a cualquier iguana entrometida en su jardín de plantas acuáticas; son graciosas criaturas, cien veces más pequeños que una iguana, pero lo que carecen en tamaño lo compensan con determinación.
Confirmé que la magia de Fernandina es imperecedera, y toca a todos por igual; mi madre reconoció también, en la silueta del joven volcán, a la boa que ha tragado un elefante. Y yo fui doblemente feliz de verla a ella feliz, y transportada a ese lugar, que no es espacio, sino tiempo, sentimientos.