La distante África
El continente africano es la cuna de la humanidad y Paula Tagle realizó un viaje para descubrir a su gente, fauna y flora en un lugar lleno de sorpresas inigualables.
He retornado de un viaje que me ha cuestionado el destino de mi especie, sus bellezas y debilidades, y las crueldades e injusticias extremas que aplica y padece.
Recorrí la costa del continente africano, desde Cape Town hasta Dar es Salaam. Nunca me había enfrentado a tan marcadas diferencias entre los hombres, por el color de la piel o por sus ingresos. Y ya no corren tiempos de apartheid, y sin embargo, corren.
Mi primera visita fue a la isla de Robben, a 7 kilómetros de Cape Town (Sudáfrica), donde Nelson Mandela estuvo encarcelado por dieciocho años. Los guías del actual museo de sitio son expresidiarios; el mío estuvo encerrado entre 1976 y 1991. Nos lleva por el jardín de Mandela, nos muestra las diferentes raciones y vestimentas que recibían los presos dependiendo de si eran negros o si eran “coloridos” (es decir, de cualquier otra variación menos oscura que el negro).
¿En qué grupo habría sido clasificada yo misma? Supongo que como “colorida”, favorecida con una ración mayor de arroz y pantalones largos, aunque las mujeres, además, ya pertenecían a una subclasificación adicional por género.
El guía concluye: “Si van a los barrios marginales, la gente vive igual que durante el apartheid. Esto no es por lo que nosotros luchamos”.
Origen del hombre
Desde la isla se distinguen los rascacielos de la ciudad, y su montaña de muchos nombres que se levanta a 1.000 metros sobre el nivel del mar y que durante quinientos millones de años ha sido testigo de cambios. Oficialmente es Table Mountain, pero deberíamos llamarla Hoerik Waggo, la montaña del océano, que era como la conocían los khoi que habitaron estas tierras siglos antes que los europeos.
La costa sur de Sudáfrica goza de clima mediterráneo. Abundan los viñedos y las ciudades están pobladas de casitas perfectas. En Cabo Agulhas se termina el Atlántico y empiezan las aguas cálidas del Índico. Cambia la fauna marina. Esto es parte de la “ruta de los jardines”.
En Mossel Bay conocemos una réplica del barco de Bartolomé Días, el explorador portugués que en 1488 fue el primer europeo en dar la vuelta al Cabo de Buena Esperanza, en busca de rutas al Este, a la región de las especias. También visitamos las cuevas de St. Blaize, que nos transportan a una historia más antigua. Aquí se han encontrado herramientas fabricadas por el hombre desde hace 160.000 años. Es la primera evidencia de comportamiento humano moderno, junto con el uso de colores para pintar, así como la explotación sistemática de recursos marinos, que hubiera provisto el omega 3 requerido para el desarrollo del cerebro humano moderno.
El Dr. Peter Nilssen nos recuerda que a través de estudios de ADN se ha probado que los progenitores de toda la especie humana vienen de una población africana de 600 individuos. Pensar que de este puñado de hombres y mujeres surgen todas las etnias del mundo, precisamente aquí en Sudáfrica. E irónicamente aquí, desde 1948 hasta 1994, se vivió un estado de segregación racial donde los derechos, asociación y movimientos de la mayoría de los habitantes negros y otros grupos étnicos eran controlados por la minoría Afrikáner blanca en el poder.
El mundo está lleno de contradicciones, y a pesar de que me encanto con los acantilados de arenisca, no puedo abstraerme del pasado, de los hombres que fueron obligados a trabajar en las minas de oro de Johannesburgo y vivir en Soweto, sin servicios básicos, sin poder decidir sobre su futuro, andar por su propia tierra, ni amar a quien eligiera su corazón.
Safari africano
El viaje continúa hasta la provincia de KwaZulu-Natal, donde visitamos un reducto de bosque (Reserva Dlinza), una aldea y una escuela zulú. En el pequeño caserío de construcciones redondas estaban reunidos los mayores, tomando cerveza artesanal; en una olla comunal se cocían sesos de vaca. El ganado es muy parte de la vida zulú, en general, de la cultura de los pueblos africanos. La dote para una esposa se paga, todavía, en cabezas de vaca. ¿Cuántas valdría yo, me pregunto, que no sé preparar ni cerveza ni sesos?
La escuela nos recibe con danzas y cantos. Yo me emociono hasta las lágrimas. ¿Por qué? Porque las sonrisas intercambiadas con estos niños han servido para comunicarnos, porque nos reconocemos capaces de los mismos sentimientos y la misma alegría de reconocernos. Son niños zulúes, en la tierra de las mil colinas, y en nuestras similitudes (no en las diferencias externas) recordamos lo que significa ser humano, una especie hermosamente policromática en culturas, lenguas, tradiciones, y al final del día, una especie que ama las mismas cosas: la libertad, la naturaleza, la familia.
El viaje continúa hasta el Parque Humedal Isimangaliso, donde veo hipopótamos. Las fauces de un hipopótamo en un cuerpo de 1.500 kilogramos son algo que no quisiera cerca, y durante la noche me quedo tranquila en el hotel de Santa Lucía, obedeciendo los carteles que previenen sobre hipopótamos en exploración nocturna por calles de la ciudad.
En Isimangaliso, así como en el Parque Hluhluwe-Imfolozi (que visito al día siguiente), nos encaramamos en jeeps de safari, prestos a encontrar megafauna africana.
Vimos jirafas, búfalos, rinocerontes blancos y negros, varias especies de antílopes, cebras y hasta un elefante tomando baños de polvo, pero una de las cosas que me impresionan sobremanera es el escarabajo pelotero (coprófago), un gigantesco insecto que se pasa empujando una gran bola de estiércol donde la hembra deposita los huevos. Tuvimos la suerte de toparnos con una familia de doce leones que cruzaba la carretera, señoriales, sin prisas, ante la conmoción de buses y carros.
Nuestro guía, Tom Ritchie, recuerda el comentario del expresidente de los Estados Unidos Theodore Roosevelt, luego de su safari en África en 1909: “He pasado un día en el Pleistoceno”. Y yo tuve dos, extasiada no únicamente por la vida silvestre, sino por las extensas y ondulantes colinas donde abundan los árboles marulas (Sclerocarya birrea), delicatessen para los elefantes (que se emborrachan con sus frutos fermentados) y materia prima del delicioso licor sudafricano Amarula.
Pensar que todos los continentes de nuestro planeta tenían megafauna antes de la llegada del hombre. Hoy solo subsiste en África. ¿Será porque allí evolucionamos juntos, para apenas hace 60.000 dispersarnos hacia otros continentes?
Dejamos Sudáfrica atrás, la nación arcoíris, para seguir a Maputo, capital de Mozambique. La ciudad se presenta como un Guayaquil en los años setenta; no en vano se la conoce como La Perla del Índico.
Visitamos varios edificios históricos, la estación de tren (diseñada por Eiffel) y el mercado de víveres. Un poco de art nouveau, pero también bastante de urbanismo. Mozambique aparenta recuperarse de su larga guerra civil (de 1977 a 1992). Percibo miradas poco afables, se evita hablar en portugués; después de todo fueron colonia portuguesa hasta 1975 y eso debe todavía pesarles.
Nuestra siguiente parada es la provincia de Inhambane, con costas pintadas de dunas gigantescas y aguas que sostienen una rica vida marina, a tal punto que se la conoce como las Galápagos del Océano Índico”. De Inhambane cruzamos el canal de Mozambique rumbo a la cuarta isla más grande del mundo, Madagascar, para finalmente retornar a las costas africanas en Dar es Salaam, Tanzania. Pero eso es parte de un siguiente relato. (E)