Madagascar es único
Esta isla ubicada al este del continente africano guarda su mejor secreto: el lémur, primate en peligro de extinción.
Estoy convencida de que son los individuos, fieles a sus propios sueños, quienes logran las grandes transformaciones. En Madagascar, la cuarta isla por su tamaño en el mundo (592.800 km² de extensión), he conocido a personas que luchan incansables por sus ideales; en un país donde todo apunta a la desesperanza, ellas confían y perseveran, probando que un ser humano puede hacer la diferencia.
Está Patricia Chapple Wright, por ejemplo, una mujer de hablar pausado y franco, muy sencilla, que ha dedicado treinta años de su vida al estudio y conservación de los lémures.
Todo empezó en 1987, cuando la universidad para la cual trabajaba (Duke University) le propuso ir a Madagascar en busca del lémur de bambú, una especie considerada extinta hasta entonces. No solamente encontró lo que buscaba, sino que descubrió un lémur nuevo del que no se tenía conocimiento alguno, en un bosque húmedo al sureste de la isla.
Lastimosamente, se enteró también de que la zona ya estaba en concesión a una compañía maderera. Sin perder tiempo se presentó ante el ministro de Medio Ambiente. Se le respondió que sí, que se podía crear un Parque Nacional, pero que ella misma tendría que correr con los gastos.
Hasta entonces Patricia había estado dedicada a la ciencia y educación, no a recaudar fondos para conservación. Sin embargo, treinta años después, Ranomafana es el Parque Nacional mejor mantenido de Madagascar, con una Estación Científica de punta, donde 200 estudiantes locales y extranjeros han realizado sus maestrías, que emplea a 85 malgaches (habitantes de la isla), con 30.000 visitantes al año.
Patricia no se detiene ante nada, no es capaz de ver obstáculos en su camino, sino posibilidades para avanzar, construir y dar.
Con parsimonia, como parece hacer todo en la vida, nos relata que para formar el Parque Nacional tuvo que ir de comunidad en comunidad, y a la manera en que uno se moviliza en Madagascar, es decir, caminando, o en carretas arrastradas por ganado. Cada una le mostró una lista de requerimientos: escuela, centro de salud, pelotas de fútbol.
El lémur
Hoy Ranomafana está rodeada por cuarenta aldeas, con escuelas, centros de salud y, por supuesto, balones de fútbol (que consiguió directamente de su propia familia en Estados Unidos).
Patricia ha obtenido el reconocimiento MacArthur Fellowship en los Estados Unidos y la medalla nacional de honor de Madagascar; actualmente es profesora en el departamento de Antropología de la Universidad Stony Brook y ha publicado dos libros. Es, además, la protagonista de la película Imax, isla de lémures, de 2014.
Su proyecto a futuro: conectar todos los parques nacionales de Madagascar en un gran corredor, con manejo basado en la comunidad, ecoturismo e investigación. El tiempo apremia porque el 91% de los lémures, únicos a la isla de Madagascar, se encuentra en alto peligro de extinción. Y no puede haber criatura malgache más emblemática que el lémur.
La masa continental que conformara Madagascar-India-Antártica se separó de África hace 135 millones de años; hace 88 millones Madagascar se desmembró a su vez de India, permitiendo que su flora y fauna evolucionaran en completo aislamiento, al punto que actualmente el 80% de sus especies no se encuentra en ningún otro lugar en el mundo.
Los ancestros de los lémures arribaron hace 65 millones de años, tal vez en balsas de vegetación, cruzando el insipiente canal de Mozambique. Evolucionaron en Madagascar antes de que hubiera aves en la Tierra, y por tanto, muchos ocuparon nichos que hoy llenan los pájaros: hay lémures que solo viven de néctar, polinizan flores, comen bambú. Son 103 especies que divergieron de un ancestro común (además de las 17 que ya se han extinguido). Los hay grandes, como el aye aye, que los nativos de Madagascar consideran padre de los hombres, hasta los lémures-ratón, que son los primates más pequeños del mundo.
Es un privilegio caminar por los parques nacionales de Madagascar junto con esta científica tan humana y cercana a la gente, capaz de ver solo lo bueno de cada ser y posibilidad.
Cuando Patricia arribó a Madagascar había 9 millones de habitantes, ahora son 28 millones. En un país sometido a varias dictaduras militares (la última terminó en el 2014) y donde el 90% de la población vive con menos de dos dólares al día, Patricia continúa trabajando por sus sueños.
En Ranomafana quedaban únicamente dos lémures de bambú: un viudo y su hija. Patricia encontró una hembra adulta en otro sector de la isla y la ha introducido a Ranomafana con el ánimo de que la población vuelva a crecer. El viudo y la hembra se han conocido; aún no hay frutos de esta relación, pero nace una esperanza.
Al otro lado de la isla
En la costa oeste de Madagascar desembarco en Morondava. Nunca había visto tanta pobreza. Sin embargo, no percibo ni resentimientos, ni tristezas. Me siento segura y bien recibida. Llego a la avenida de los árboles baobabs, que desde su antiguo silencio de 1.200 años han sido testigos de la trasformación de estas tierras. El hombre arribó por primera vez a Madagascar hace 2.300 años desde la isla de Borneo; luego hubo una segunda migración hace 700 años de gente bantú, de África. Hoy coexisten 18 etnias diferentes, con sus propios rituales para venerar a los ancestros, sus dialectos, aunque prima el malgache (de origen malayo-polinesio) y en segundo lugar el francés (fueron colonia francesa hasta 1960).
Desde Asia llegó el arroz, base primordial en la dieta malgache, y de África, el cebú. Pero los baobabs se ahogan en el exceso de agua de los arrozales y cada vez son menos, como son menos los bosques, que se talan sobre todo para la producción de carbón vegetal. Existen seis especies de baobabs únicas a Madagascar, una especie más en Australia, otra en África, y eso es todo en la Tierra, porque bien sabemos que en el planeta de El principito habitan aquellos otros baobabs que intentan competir con su amada rosa.
Se cuentan 327 árboles en la Avenida de los Baobabs, asfixiados por el riego, en un país que ha destruido ya el 90% de sus bosques y que está perdiendo sus arrecifes de igual manera, porque la gente es mucha y muy pobre. Y hay zafiros en el corazón de esta isla, belleza inigualable, playas que arrebatan. ¿Qué se puede hacer?
Otro optimista es Serge Rajaobelina con su proyecto Fanamby, cuya misión es lograr la conservación y mejorar el manejo de áreas protegidas, para el beneficio de la gente local y con su contribución. Fanamby trabaja con 300.000 personas en varias regiones, ha formado 600 parqueros para monitorear especies y tala de bosques y planta 50.000 árboles al año. Ha creado estaciones de radio rurales, otorga microcréditos, promueve el cultivo de la vainilla (importante producto de exportación de Madagascar) a la sombra de árboles nativos.
Fanamby ha involucrado a los cuatrocientos habitantes de la Avenida de los Baobabs, que desde el 2008 accedieron a no plantar arroz en estas 300 hectáreas protegidas. Se benefician, a cambio, del turismo. Porque, como dice Serge, hay que estar comprometidos con la conservación, pero también con la gente.
Yo sembré un baobab (Adansonia madagascariensis); se planta un baobab por cada 3 metros, con un 50% de probabilidades de que sobreviva hasta edades centenarias. Me emociona ponerlo en la tierra, tocarlo. “Renala” me dice en malgache el hombre que me acompaña, “porque los baobabs son renala”, madre de la selva. Para mí, madre de esperanzas. (I)