La magia del teatro londinense
La capital inglesa goza de una de las marquesinas teatrales más grandes. Pero, ¿cuál es el encanto de sus escenarios?
Judi Dench podría enseñarle a Hillary Clinton una o dos cosas sobre tener temple. En la quietud perfecta de un teatro en Londres, donde el público tiene las suficientes tablas como para dejar de comer dulces durante una gran escena, Dench está impartiendo una clase magistral en tener agallas políticas en el Cuento de invierno de Shakespeare. Como Paulina, la aliada de una reina a la que habían perjudicado, está impávida cuando enfrenta al celoso rey Leontes (Kenneth Branagh).
Él grita: “dama audaz”, “bruja de la humanidad”, “arpía repugnante”. Sin embargo, Dench no parpadea, lo que se puede notar, de hecho, debido a la intimidad que hay en los teatros de Londres. “Te haré quemar”, dice enfurecido Leontes. “No me importa”, contesta Paulina. “Es un hereje el que enciende el fuego, no la que arde en él”.
Con su voz dura, Dench es la verdadera dama de hierro de Gran Bretaña este invierno, donde, una vez más, demuestra el poder de una mujer segura de sí misma en un mundo de hombres maleducados.
Tenía el teatro de la política en mi cerebro cuando me tomé un descanso de cubrir la contienda presidencial en Estados Unidos para el 2016, con la finalidad de consentirme con mi forma favorita de escapismo: obras de teatro y musicales en Londres. Quería perderme en los sueños estimulantes, pendencias para morirse de risa y destinos desgarradores de un científico tenaz, un drogadicto embravecido, un travesti con una sola pierna, un depósito de chatarra lleno de gatos y otras almas inolvidables.
El teatro londinense no necesariamente es mejor, pero sus placeres y sorpresas distintivos pueden ser emocionantes, en particular, la realeza de la actuación. Dench y Branagh son rarezas en Nueva York; su sola escena vale el precio del boleto, que puede ser muy poco, de 15 libras (unos $ 22). Si bien nadie aplaudió la primera vez que entraron en el escenario (el aplauso a la entrada sigue siendo algo prohibido aquí), varias personas del público se pusieron de pie para ovacionarlos (algo que se está volviendo un poco más común).
“Los estadounidenses se paran con sus actores famosos, mientras que los británicos son muchísimo más reservados en cuanto a pararse por cualquiera”, señaló Polli Phippen, con dos nacionalidades, estadounidense y británica, que vive en Windsor, Inglaterra. Ella fue una de las personas que se pusieron de pie en Cuento de invierno. “Cuando crees que la actuación es de las mejores que has visto, está bien pararse”.
Muchos británicos sostienen que ir al teatro es una tradición nacional de hace al menos 440 años, desde que James Burbage construyó el primer teatro exitoso, conocido simplemente como El Teatro, cuyas compañías incluían a la de Shakespeare antes de que la desmantelaran en una disputa legal. Más de 14 millones de personas ven espectáculos cada año en los más de 60 teatros importantes ubicados por todo el barrio de Soho y la plaza Leicester (conocidos como West End) y más allá, en comparación con alrededor de 13 millones en los 40 teatros en Broadway y decenas de miles más en varios de los teatros de bajo presupuesto importantes.
Los precios de los boletos tienden a ser más bajos: los mejores asientos en los espectáculos más de moda salen en unas 70 libras, alrededor de 30 por ciento menos que en Broadway (donde, por lo general, es más caro producir los espectáculos). “Llegamos al teatro como a las cinco y nos dijeron que regresáramos a la 05:30 para formarnos, pero nos quedamos, así es que fuimos los primeros de la fila”, contó Janis Lefkowitz de Gaithersburg, Maryland, la madre de una amistad a quien azarosamente conocí en Fotografía 51, una obra de Nicole Kidman.
Si los británicos son más serios sobre el teatro que los estadounidenses, el público en Londres no es tan serio al respeto. Algunos van de vaqueros, camisetas y tenis a los espectáculos.
En los intermedios (que los londinenses llaman intervalos) beben copas de chenin blanc por 20 libras, pero también meten cucharadas de plástico en vasos de papel para comer helado. Como sus correligionarios estadounidenses, hay taimados tramposos que sacan fotos de las actuaciones.
Una noche a finales de julio de 2014, estaba en uno de los asientos incómodamente estrechos en el teatro Wyndham para ver una reposición de Tragaluz de David Hare. Durante el primer acto, la mujer a mi derecha estuvo empujando su voluminosa bolsa de mano contra mi brazo y, en un momento, sacó un ventilador de mano, operado con pilas, para refrescarse.
Era tan irritante que preparé en mi cabeza unas cuantas palabras. Cuando llegó el intervalo y encendieron las luces, me volteé hacia ella y era Helena Bonham Carter. Me rajé por completo e hice bromas sobre el calor; abrió totalmente esos hermosos ojos de plato que tiene con exasperación fingida y me la pasé muy bien.
Muchas secciones para sentarse están por debajo del nivel de la calle en el teatro Harold Pinter que, como el Wyndham, tiene el sello de un teatro más antiguo: poco espacio entre butacas, pocos mingitorios y filas de galería muy empinadas. (I)