Santiago de Chile: Por 100 dólares
La capital chilena cuenta con algunos sitios de distracción que ofrecen la posibilidad de ahorrar en una de las ciudades más caras.
“Mi sofá es muy cómodo”, se jactó Marcos, el chileno con cola de caballo, admirador de Iron Maiden, con el que me había encontrado en la céntrica parada de metro del Parque O’Higgins, en la capital chilena, Santiago, y me llevaba caminando a su casa. “A veces duermo en él yo mismo”.
Cuando uno tiene solo $ 100 para gastar todo el fin de semana, cualquier lugar es bueno, pero su desgastado sofá de cuero negro, combinado con un edredón grueso para entrar en calor y un gato blanco como la nieve llamado Ixi (así llamado por Itchy, el ratón de los dibujos animados de Los Simpsons) como compañía, resultó magnífico.
Hasta que no lo fue: la noche del viernes, mi anfitrión tuvo una fiesta improvisada para sus amigos amantes del heavy metal en su cuarto de delgadas paredes, que se prolongó hasta casi las 6 de la mañana. Pero así es el toma y daca de los sitios de intercambio como www.couchsurfing.com: Haga un amigo, pierda algo de sueño.
Sin embargo, dormí bien el sábado, y los encantos de la ciudad compensaron por lo poco que había perdido de sueño. En mi visita durante octubre, el dólar valía 486,50 pesos chilenos y me dio unos engañosamente opulentos 48.650 pesos para moverme.
Viernes
La tarde fue lúgubre, como lo eran los monumentales edificios del gobierno en el centro. Pero pronto me animé en la Plaza de Armas, que se llena de gente y ofrece entretenimiento gratis en abundancia: un viejo músico haciendo un buen truco de desaparecer un huevo; maquilladores que convierten niñas en gatos, y un cómico que me preguntó de dónde era y luego hizo una broma que hizo reír a todo el mundo, pero yo no entendí.
También probé un alimento callejero obligado: cerca de allí, por 500 pesos, me dieron un pequeño mote con huesillo, granos de trigo cocidos con frío jugo de néctar de melocotón y sabrosos trozos de orejones. Un señor frente a mí había pedido uno grande, que me parecía más “uno masivo”.
Invité a Marcos a cenar, tomamos el Metro hacia La Fuente Alemana, un legendario restaurante de sándwiches en una ciudad obsesionada por estos bocadillos. En el atestado mostrador en forma de U, los clientes devoraban los sándwiches clásicos, chacarero (carne y judías verdes) y lomito (lomo de cerdo) casi tan rápido como la mujer detrás del mostrador podía prepararlos. Dos emparedados y dos cervezas me costaron 13.300 pesos chilenos, lo cual es menos doloroso si vemos en la cuenta tanto una comida como un agradecimiento por dos noches de alojamiento.
Dejé a Marcos y me preparé para conocer a Rodrigo Cea, un escritor de viajes chileno con quien he estado en contacto con el paso de los años, en un elegante bar de vinos llamado Bocanariz (www.bocanariz.cl), en el exclusivo barrio Lastarria. Había prometido vinos por menos de $ 10 y cumplió: probé tres variedades inusuales que se encuentran en Chile (como ¡mourvèdre!) de 4.200 pesos. Consumido: 22.020 pesos ($ 45,26).
Sábado
La Vega central (www.lavega.cl) es uno de esos estridentes mercados de alimentos de alcance insondable que pueden mantener a un viajero de presupuesto limitado entretenido durante una mañana, alimentado por un día y deprimido de por vida por los supermercados estadounidenses. Los vendedores anuncian la llegada de frutas exóticas (“¡Los lúcumas están aquí!”), y desfilan carritos cargados con alcachofas y aguacates.
En un puesto de mariscos, picorocos vivos (ercebes gigantes chilenos) comparten el espacio de hielo con pulpos, y los carniceros venden artículos tanto familiares (nuggets) como potencialmente alarmantes (carne de caballo). En un puesto llamado Eben-Ezer pedí la sopa de pata de cerdo por 1.200 pesos, seguí con un suspiro limeño de mil pesos, de Pasteles Normita (www.pastelesnormita.cl), una de las muchas empresas peruanas en el mercado.
Ya era hora de un poco de turismo típico. En La Chascona, la casa que Pablo Neruda construyó para su amante (y luego esposa) Matilde Urrutia, pagué 4.000 pesos para ver los pasajes secretos y muebles de fantasía (incluyendo una mesa de comedor hecha ultradelgada para la intimidad). Después fui al cerro San Cristóbal al increíble Parque Metropolitano, donde parecía que la mitad de Santiago estaba montando bicicleta, visitando el zoológico, o paseando.
Santiago está que no cabe de orgullo por la nueva Costanera Center Mall, un espantoso santuario de seis pisos del materialismo globalizado. De lo que debería hacer alarde era mi siguiente parada: Persa Biobío, un mercado diario que los fines de semana cubre todo un barrio. Los vendedores venden casi todo lo que los turistas nunca querrían (lámparas antiguas, paneles de joystick de juegos de Arcade) y lo ocasional que podrían querer (un ejemplar de 1.500 pesos de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Neruda, que estaba inconvenientemente agotado en La Chascona).
Las calles cercanas son igualmente entretenidas: pasé frente a una banda tocando covers de Led Zeppelin, me hice a un lado por una fila de danzantes del vientre, me comí un sándwich lomito (2.000 pesos) en una barra de comida caótica llamada La Pica de Jaime y una cerveza de barril (1.500 pesos) en un bar-restaurante de mala muerte llamado Las Pipas (cuando señalé una nube de mosquitos a un bebedor de cerveza contiguo, dijo: “Beber aquí está bien, comer no es aconsejable)”.
Chile y Perú tienen un debate en curso sobre cuál versión del aguardiente de uva llamado pisco es mejor, por lo que esa noche me deslicé en una mesa en la acera, en un bar llamado Mamboleta, y tímidamente pedí la bebida más barata del menú: el pisco básico de 2.000 pesos, pisco sour. La bebida llegó y me preparé para detectar la diferencia entre esta y la versión peruana, con la que estaba familiarizado. La clara de huevo espumado con una pizca de amargo en la parte superior tenía el mismo aspecto. Me esforcé por desentrañar divergencias. Luego me dieron la cuenta: había pedido en realidad un pisco sour peruano (resulta que uno chileno generalmente no lleva clara de huevo).
Caminé hacia el puente de Bellavista, la famosa zona de vida nocturna a través del río Mapocho, cuando me encontré con un espectáculo curioso: cientos de personas en el Parque Forestal bailando salsa al ritmo de La vida es un carnaval, cantada por Celia Cruz. Me había topado con un evento mensual gratuito llamado Encuentro ciudadano en luna llena. Me parecieron un poco torpes los discursos afirmando la vida, ya que interrumpían la música. Consumido: 45.120 pesos ($ 92,74).
Domingo
Tenía un plan de dos frentes de ataque para el domingo: sopaipillas y museos. Todo el fin de semana me había resistido a la tentación de probar los discos fritos de masa mezclada con calabaza que vendedores callejeros ofrecían por 100 pesos en todas partes. Eso fue un error: no pude encontrar uno solo en domingo. Irritado, malbaraté 3.000 pesos en un tamal y un jugo peruano. Luego proseguí a una serie de museos gratuitos en domingo, comencé con el Museo Nacional de Bellas Artes y terminé en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos (siempre gratuito), que documenta el golpe militar de 1973 y la criminal dictadura de Pinochet. Me quedé durante horas.
Total consumido: 48.940 pesos ($ 100,59).