TIM NEVILLE The New York Times
El camino hacia el este desde Soerenberg asciende hacia una serie de curvas empinadas que trepan hasta el Paso Glaubenbielen, el punto más alto de una carretera que el ejército suizo abrió a través de los Alpes hace más de 60 años. Aunque ocasionalmente un auto o autobús hacen el recorrido hasta la cima, en estos días gran parte del camino pertenece a los ciclistas.
En una fría tarde de junio, yo fui uno de ellos. No había montado mucho en bicicleta toda la temporada, sin embargo, algo se encendió cuando alcancé a ver a otro ciclista adelante. Los músculos de sus pantorrillas estaban hinchados como jamones de Salamanca, y estaba inclinado sobre el manubrio, sudando copiosamente sobre el pavimento. Pan comido, pensé, mientras me lanzaba tras él. A los pocos minutos, lo había rebasado. Él, jadeante; yo, difícilmente sin aliento. Me sentí, bueno, culpable. “¡Estás haciendo trampa!”, me dijo jadeando en alemán mientras lo pasaba. “¡Pronto te quedarás sin energía!”
Tenía razón: yo estaba haciendo trampa. Con oprimir un botón en el manillar, un motor eléctrico de 250 vatios se había encendido y había incrementado el poder de mis pedaleadas en 150%. En pocos minutos había llegado a la cumbre, dado una breve caminata y me había dado cuenta de que visitar en bicicleta los grandes pasos alpinos con algo de aliento extra quizá no fuera tan mala razón para hacer trampa.
En Estados Unidos, las bicicletas eléctricas se están volviendo lentamente más populares. En Europa, la tendencia está más desarrollada. Pero son los suizos quienes han adoptado el concepto con más imaginación. Por 50 francos suizos al día, unos 62 dólares al tipo de cambio de 1,25 dólares por franco (con descuentos para días múltiples), se puede rentar una bicicleta eléctrica en una de las 400 estaciones de renta en todo el país y luego recorrer unos 9,012 km de senderos para ciclistas bien delimitados. Con cientos de lugares a lo largo del camino donde obtener nuevas baterías gratuitamente.
‘Ciclismo ecológico’
Y ya que sudar es barato, un país famoso por su alto costo simplemente se volvió un poco más asequible. Sin duda los ciclistas tradicionales están mostrando signos de fastidio. Las bicicletas eléctricas van contra el meollo de lo que hace que una bicicleta sea una bicicleta, y estoy de acuerdo. He recorrido en bicicleta algunos de los tramos más difíciles de la División Continental de Colorado y pedaleado a través de Iowa (no plano, dicho sea de paso), ascendido las cumbres en Nuevo México y, sí, incluso por la mayor parte de Suiza.
El logro físico de hacer esos viajes por mi propio esfuerzo ciertamente ayudó a grabarlos en mi memoria. Con el ciclismo ecológico, el orgullo indeleble de conquistar mis propias limitaciones se habría desvanecido, lo sé, con la opresión de un botón. Pero los beneficios eran demasiado intrigantes. Las bicicletas eléctricas no son motocicletas; aún haría mucho ejercicio y tendría el placer de ver a un país aparecer más allá del manubrio.
Con eso en mente, renté una bicicleta eléctrica Flyer Serie C de fabricación suiza desde la estación de trenes en Berna. Se parecía a cualquier otra bicicleta en su mayor parte. Tenía cuatro funciones de energía –alta, estándar, ecológica y sin asistencia– controlables a través de una consola digital montada cerca del manillar izquierdo. Un sensor de torque cerca del manubrio le diría a un motor eléctrico a qué grado asistirme en base a la configuración de energía y cuán duro estuviera yo pedaleando. No todo era gratis: sin trabajo no habría ayuda. Mi plan era pasar cuatro días en una ruta de 241 km entre un albergue y otro que me llevaría a lo largo del ondulante corazón del valle de Emmental, a través de la Biosfera de Entlebuch, y por una serie de pasos alpinos.
Mi amigo británico Tom Stephens se me unió en el tramo inicial hacia un albergue que yo había reservado, a 72 km de distancia en Fischbach. Como resultaron las cosas, partimos con una lluvia torrencial.
“Supongo que el clima pudiera ser peor”, dijo. “Podría estar granizando”. Mal clima o no, nuestras bicicletas emprendieron la marcha. Las cosas realmente se compusieron después de un almuerzo con un goulash espeso en una taberna en Burgdorf, cuando tomamos la Ruta 99, también conocida como la Ruta del Corazón, diseñada para el ciclismo ecológico. Peter Hasler, el arquitecto de la ruta, trazó los primeros 60 kilómetros de esta en 2003 siguiendo estrechos senderos libres de autos y originalmente usados por campesinos.
“Las bicicletas eléctricas realmente me abrieron la posibilidad de dirigir a la gente a través de los senderos más hermosos aun cuando podrían ser más demandantes”, dijo Hasler, y añadió que buscaba destacar los aspectos “excepcionalmente hermosos” del país. Los encontró en su máxima expresión en el Emmental. A Tom y a mí no nos tomó mucho tiempo ver de lo que hablaba. Nos detuvimos a unos 32 kilómetros de Burgdorf en Luenisberg, que parecía ser no más que un par de granjas.
Nuestras baterías se habían descargado en alrededor del 40% para cuando llegamos a Madiswil, una aldea a unos 16 km de nuestra meta, y decidimos que era tiempo de que hiciéramos nuestro primer cambio por una batería cargada. Seguimos un letrero rojo con una bicicleta y una batería en él hasta el hotel Gasthof Baeren, uno de los 600 puntos de cambio en todo el país. La taberna del hotel era cómoda.
Una joven desapareció detrás de una puerta de madera y regresó con dos baterías cargadas. Yo estaba a punto de partir cuando Juerg Ingold, el dueño, nos ofreció dos habitaciones que repentinamente se habían desocupado. Fue una decisión fácil.
A la mañana siguiente, Tom regresó a Berna, dejándome solo para el día 2. Planeaba girar al sur por 97 km. La lluvia había cesado y la temperatura era de 15° centígrados. El clima perfecto para el ciclismo.
Algunos trucos
Puse la bicicleta en “alto”, lo cual incrementó mi propia energía en 150%; eventualmente el motor se apagó a unos 26 km por hora, el límite legal para que una bicicleta eléctrica siga siendo considerada una bicicleta. (Otros modelos van más rápido pero requieren placas, como las bicimotos). Pero yo no tenía prisa. Me detuve en la cresta de un pequeño ascenso y me acomodé en una agradable banca de madera ubicada bajo un colosal tilo. Unos 16 km camino abajo, en Willisau, con 7.200 habitantes, ingerí carbohidratos en la forma de Florentinas sumergidas en chocolate y cambié mi batería cerca de la estación de trenes. Otro amigo me estaba esperando al sur, así que dirigí la rueda delantera hacia la Ruta 24 y esperé lo mejor.
Lo lamenté al principio. La 2, la ruta entre Emmental y Entlebuch, seguía al río Pequeña Emme a lo largo de un bullicioso tramo de la carretera. Cuando finalmente viré hacia caminos vecinales más tranquilos, entré en un empinado ascenso hacia una colina de 183 metros. Realmente sudé. Algunos kilómetros camino abajo, frené en Egghuetta, una cabaña montañesa cerca de Moerlialp. Esa noche dormí profundamente, envuelto en cobertores de lana encima de una cama de heno limpio.
Cuando finalmente pedaleé hasta Giswil, Dale Bechtel estaba esperándome, listo para hacer frente al día 3, un tramo de 56 km sobre el Paso Bruenig y a medio camino del Paso Grosse Scheidegg.
Bajo cielos brillantes, Dale y yo ascendimos por la Ruta 9, la Ruta del Lago, hacia una hilera de picos escarpados. Fue en esta ruta, cuando el camino se inclinó a 12 grados, cuando me di cuenta de que había estado montando mal la bicicleta. En una bicicleta normal uno desea encontrar la cadencia perfecta que equilibre esfuerzo y velocidad. Eso no funciona igual de bien en una bicicleta eléctrica. En vez de ello, uno quiere pedalear a máxima y luego resistir el impulso de pararse sobre los pedales y empujar fuerte. El truco: permanecer sentado y permitir que el motor tome el impuso y te lleve por tramos empinados con aproximadamente el esfuerzo de una caminata vigorosa por una calle urbana plana.
Dormimos esa noche en una habitación estrecha en el chalet de siete habitaciones en Schwarzwaldalp, a sabiendas de que en la mañana tendríamos solo otra media hora de recorrido empinado antes de llegar a la cima de paso.
Y eso marcaría casi el fin de mi viaje. Originalmente había planeado que el último día de este recorrido fuera principalmente un tramo fácil de 32 km colina abajo a través de Grindelwald hasta Interlaken, donde tomaría un tren de regreso a la ciudad de Berna. Esos kilómetros se fueron en un suspiro, y antes de mediodía estaba de pie en la plataforma entre cientos de turistas, preguntándome qué estaba haciendo ahí. No nos tomó mucho tiempo decidir recorrer otros 32 km juntos hasta Thun, donde Dale regresó hacia su casa en el sur, y yo me encontré contemplando un letrero que apuntaba a una nueva sección de la Ruta del Corazón que Hasler había completado este año.
Podía seguirla de regreso hacia Berna aunque significaría un recorrido de ocho horas y 129 kilómetros. Mi batería seguía casi llena, el sol seguía en lo alto, y mi mapa mostraba un punto de cambio de baterías en lo profundo de la cordillera. Activé el motor en ‘alto’ y aceleré por la curva.