El Dakar ataca de nuevo
Otra vez tuvimos a los locos del Dakar rompiendo la paciencia por nuestra tierra y otra vez quiero escribir como hace un año, aunque alguno se enoje. Esta vez salió de Asunción el segundo día del año y terminó en Buenos Aires el domingo pasado. Recorrieron casi todo el norte de la Argentina y el sur de Bolivia y tuvieron que suspender tramos y etapas por las inundaciones trágicas en parte del recorrido.
Los participantes son un variopinto colectivo de sacados que corren a todo lo que da en cuanto monstruo mecánico se nos ocurra. Solo en los tramos de enlace viajan por las vías a una velocidad más o menos lógica. El resto del tiempo dejan su huella en nuestras selvas, sabanas, desiertos, salinas, valles, crestas, cauces de ríos… La inmensa mayoría de ellos son europeos que en sus países irían presos por destruir las bellezas naturales que son patrimonio de todos. Por eso el Dakar se corría en África… y ahora en Sudamérica cuando los africanos los sacaron carpiendo hartos de que irrespeten sus culturas y sus desiertos.
El Dakar es una inmensa operación publicitaria europea a costa de nuestro maravilloso continente, pero sobre todo de nuestra adolescencia colectiva. A los argentinos, paraguayos y bolivianos nos apasionan los motores, las carreras y los rallys y resulta que el Dakar les viene como anillo al dedo porque en lugar de echarlos a las patadas por destruirnos el continente vamos como borregos a verlos correr, flameamos banderitas y saludamos como náufragos a los helicópteros que pasan levantando la tierra que tardó dos millones de años en juntarse. Piense solo en la maravilla del Salar de Uyuni en Bolivia, que lleva ya varios años enmugrecido por esta horda de afiebrados.
Los organizadores resaltan la participación del público con sus banderitas en todo el recorrido y ocultan los accidentes que siempre hay, entre los participantes y mucho más si involucra a espectadores. Para eso tienen la exclusiva absoluta de las imágenes: nadie más que ellos y solo ellos pueden filmar, tomar fotos y distribuirlas a los medios. Eso incluye la publicidad y los patrocinadores, todos para Europa. Detrás siempre aparece nuestra gente, mestiza americana, que los felicita y los aclama para que los espectadores de París o de Ámsterdam compren sin remordimientos.
Somos figurantes de una campaña publicitaria que vende carros, cubiertas, energizantes, combustibles, lubricantes, camisetas, gorras, banderas y calcomanías… y además le vende vértigo a algunos corredores vernáculos que pagan sumas imposibles para entreverarse en el circo de los locos y matarse para conseguir su minuto de gloria.
Admito que abuso un poco de la exageración hiperbólica, pero no encuentro otro modo de expresar que el Dakar es precisamente un abuso extranjero que no resistiría ni un minuto en su propia geografía. Una violación europea –y sobre todo francesa– de nuestra tierra y de nuestra ingenuidad. (O)