Estas canoas son de guachapelí
En Samborondón, tradicional cuna de carpinteros que construyen y reparan canoas, se destacan las habilidades de Juan Avelino.
El taller de Juan Avelino Gómez huele a río y madera. Está bajo el sol y junto al río –Malecón y Abdón Calderón, al lado del antiguo camal–. Ahí él construye y repara canoas de guachapelí. Todo comenzó cuando acudía al taller de Samuel Jerónimo Rodríguez, maestro titulado en carpintería naval en La Filantrópica. A los 18 años se inició como oficial sin ganar un solo centavo porque su maestro le estaba enseñando un oficio.
Yo cuando entré a trabajar estaba todo el día clava que clava –evoca–. Mi maestro recién a los seis meses me regaló un sucre. –Ríe y los que lo rodean también–. Pero ahora viene un muchacho, clava unos cuatro clavitos y quiere que le pague enseguida.
En dicho taller se construían canoas para Samborondón, Salitre, Babahoyo, Vinces y otros poblados. La demanda era grande porque en esos tiempos todavía no se construían las carreteras y la fluvial era la única vía de transportación.
Para entonces el trabajo era más fuerte. No existían las herramientas eléctricas, todas eran manuales. Trabajábamos con hachas, gurbiones y serruchos para darle formas a la madera que llegaba rolliza y no cortada en aserríos como actualmente, explica.
Durante varios años trabajó como oficial del maestro Rodríguez, gracias a él aprendió carpintería naval y cuando se independizó, su maestro sentenció: Solo con la muerte se borra este oficio.
Un taller junto al río
Su taller huele a marea de río y madera. Desde hace dieciséis años trabaja a orillas del muelle para canoas de carga y pasajeros de Samborondón. Labora al aire libre y bajo árboles añosos, de lunes a viernes de ocho de la mañana a cinco de la tarde, los sábados hasta la una de la tarde. Trabaja junto con su hijo Juan José y otros carpinteros navales de hacha y martillo, de ñeque y sabiduría criolla.
Ese jueves utilizando tiras de hojalata, pabilo y brea, padre e hijo reparan las heridas de una canoa. Juan Avelino es locuaz y vital, su hijo más bien lo escucha como queriendo aprender.
Refiere que años atrás, cuando se iniciaba el invierno, era la temporada de trabajos arduos, actualmente no es así. Lo que uno hace ahora es esperar a que venga un cliente –comenta el maestro Avelino-. Llegan a preguntar y comparar precios, como la cosa está dura, tenemos que bajar los precios. Por ejemplo, ahorita con mi hijo estamos reparando una canoa de seis varas. Pero evoca que cuando tenía unos 50 años tuvo la oportunidad de construir 17 canoas de 12, 15 y 18 varas a la camaronera El Rosario. Cuando hice ese negocio, dije: Dios, ayúdame que con esa ganancia construyo mi casa y así fue.
En su taller se construyen y reparan canoas de guachapelí, madera resistente al agua que todos los carpinteros navales la utilizan, aunque ahora está escasa pero a Avelino aún se la traen de las montañas de Manabí.
Ellos construyen canoas de seis a dieciocho varas. Las más pequeñas, de seis a ocho varas, las construyen durante doce días a un valor de $ 450 a $ 800. En las grandes, de 15 a 18 varas, emplean 30 días y cuestan de $ 2.000 a $ 2.400.
Las canoas pequeñas, a decir de Avelino, son como un carrito porque las familias las usan para movilizarse de orilla a orilla, bogando con una palanca o remo. En cambio, las más grandes son impulsadas a motor y sirven para llevar carga y pasajeros.
Si usted viene y me encarga una canoa, hacemos negocio si me deja el cuarenta o el cincuenta por ciento, así nosotros ya tenemos para comenzar esa obra, explica mientras con su hijo vigilan cómo la brea se empieza a derretir dentro de un tarro expuesto al fuego. Reparan canoas construidas por ellos o en otros talleres. Cambian piezas que se dañan por el agua, el paso del tiempo o por culpa del raspabalsa, un pescado que por la noche se come la lama que cría la madera de la canoa, así la va taladrando. El pescado está ahí como esos muchachos mamones, compara Avelino.
Sus clientes son de Samborondón, también llegan de La Victoria, El Rosario, Barranca y otros recintos. “Si usted hace un trabajo bueno, ese le manda a otro y así sucesivamente. Pero si usted hace un trabajo chabacano, ya perdió a ese cliente. Nosotros lo que buscamos en honrar nuestro trabajo”, asegura Avelino, quien es feliz porque su hijo está heredando su legendario oficio.
Ese mediodía a orillas del río, cuando la brea está lista, padre e hijo empiezan a reparar una canoa. “Así es como yo trabajo y trabajaré hasta cuando Dios me dé fuerzas, y cuando ya no pueda diré: Fui un trabajador de la vida y nada más”, sentencia el maestro Juan Avelino bajo el cielo montubio de Samborondón.