La parte líquida del mundo
El mar es incansable, no se calla, jamás se aquieta definitivamente. Es símbolo de vida. La literatura lo ha retratado como potencia y como límite de nuestra modesta condición de humanos.
En el origen de lo viviente está el mar. De ahí venimos. Nuestros antepasados remotos salieron de los mares: descendemos de unos organismos que abandonaron el agua para pasarse a la tierra firme. Fue un cambio radical, pues vivir en cada ambiente exige cuerpos distintos: las branquias, que sirven para obtener oxígeno del agua, son inservibles en el aire, y los pulmones son inútiles en el agua.
Más sobre el mar
El mar en la sangre
Según el etólogo británico Richard Dawkins, en las eras primigenias todo habitó en el agua, en el mar salado, “alma máter de toda la vida”, nuestra madre nutricia. Cada ser viviente porta agua de mar en los fluidos celulares y en la sangre. Los humanos compartimos un antiquísimo pasado común con los peces con huesos y de aletas lobuladas.
El mar es tan imponente que, después de haber optado por vivir fuera de los océanos, unas especies decidieron regresar al espacio acuático: los ancestros de las ballenas (y de esas pequeñas ballenas llamadas delfines), por ejemplo, que son mamíferos, salieron del mar y luego volvieron a él. A medio camino de ese recorrido están las focas, los leones marinos, las iguanas de las islas Galápagos.
El agua de los mares proviene principalmente del hielo primigenio que se derritió con los impactos catastróficos que se dieron durante la formación de la Tierra; otra parte, la mitad del agua oceánica, llegó con los cometas que arrojaron el hielo de su interior en su recorrido sideral. El mar es salado por el cloro y el sodio que la lluvia disuelve de las rocas.
Las aguas bíblicas
El mar nos emparienta con la naturaleza y la cultura. En el Génesis las aguas parecen eternas: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas”. En el primer día se hizo la luz y en el segundo el firmamento, que se llamó cielo.
En el tercer día dijo Dios: “Acumúlense las aguas de por debajo del firmamento en un solo conjunto, y déjese ver lo seco; y así fue. Y llamó Dios a lo seco ‘tierra’ y al conjunto de las aguas lo llamó ‘mar’; y vio Dios que estaba bien”. En la quinta jornada se crearon los grandes monstruos marinos que alimentan la imaginación humana.
En esa suerte de biblia de los quichés, el Popol Vuh, compuesto a comienzos del siglo XVI bajo el influjo del cristianismo, los dioses Tepeu, Gucumatz y Hurakán, que habitaban la nada, hicieron brotar la luz; cuando preparaban la existencia de los seres dijeron: “Es bueno que se vacíe la tierra y se aparten las aguas de los lugares bajos, a fin de que estos puedan ser labrados”. Los suelos que pisamos, en los relatos de la creación, surgen de apartar las aguas.
Los mares griegos
Los griegos de la Antigüedad, rodeados de agua, construyeron su civilización pensando en el mar y junto a él. En su mitología, Poseidón (Neptuno, para los romanos) domina el mar “de amplio regazo”, sus profundidades lo cobijan, es el dios de las aguas continentales. Su sonrisa, como la del mar, es abierta y refrescante, pero su cólera es terrible. Toda la mar se estremece cuando blande su tridente.
Carlos García Gual destaca “la presencia del mar como un ámbito de prodigios y fabulaciones. Ese mar inquietante que se colorea, espumoso y resonante, profundo y de color de vino, ya presente en los horizontes de La Ilíada, pero que en La Odisea ocupa un lugar central, un mar que es espacio abierto de húmedos caminos de aventuras infinitas. Por él se internaban los griegos de la época con sus ligeras naves, con afán de descubrir, colonizar y comerciar”.
En el siglo VIII a.C. los audaces viajeros retornaban a casa para contar relatos fabulosos de monstruos, magas, gigantes, pueblos salvajes y extraños, ogros y bárbaros, tesoros y misterios. Con Homero el mar se incorpora a la literatura universal. También es un escenario geográfico en el que competían griegos con mercaderes y piratas fenicios por hallar el botín más preciado en costas lejanas.
Los viajes marinos del desorientado Ulises (el nombre latino de Odiseo) son el prototipo de la aventura, pues él debe lidiar con gigantes, sirenas, excursiones al infierno y naufragios en una travesía desenfrenada por regresar a casa.
La vastedad oceánica
Los siglos XVI y XVII son de los grandes navegantes; es por agua que se va comprobando la esfericidad de la Tierra y se van concluyendo los mapas más o menos definitivos del globo. Marco Polo, Cristóbal Colón, Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano se encuentran indisolublemente ligados a la peripecia oceánica, cuando los mares eran las principales carreteras.
Herman Melville, autor de Moby Dick, o La ballena (1851), hace que el mar sea parte de una terapia física y emocional, pues Ismael, el protagonista, dice: “Hace algunos años, con poco o ningún dinero en mi billetera y nada de particular que me interesara en tierra, pensé darme al mar y ver la parte líquida del mundo. Es mi manera de disipar la melancolía y regular la circulación”.
Más adelante añade: “Como todos sabemos, agua y meditación siempre han estado unidas”. La inmensidad marina comprueba nuestra pequeñez. La línea del horizonte es de una lejanía incomprensible. El agua no tiene parangón: “Si el Niágara fuera una cascada de arena ¿viajarían ustedes tantas millas para verlo?”, pregunta Ismael con tono desafiante (aunque, pensándolo bien, una caída constante de arena de tamaña magnitud sería algo asombroso y espectacular).
¿Qué vemos, a través de la literatura, en los ríos y en los océanos? La rebeldía y la libertad. “Es la imagen del inasible fantasma de la vida”. El mar es un permanente desafío; al marinero Ismael le gusta navegar por aguas prohibidas y acercarse a costas bárbaras: “El mundo es un navío de un viaje sin retorno”.
Estar en el mar es entender que el viaje es transformador. La lección de Moby Dick es que no se puede ver el mundo desde donde uno está, y que se necesita movernos hasta el otro lado de lo que somos para medio entendernos. El mar es un modo perfecto de aprendizaje: “Una nave ballenera fue mi Universidad de Yale y mi Harvard”, concluye Ismael.
Escenario de luchas
Los hijos del capitán Grant (1865-1867), de Julio Verne, lleva a los lectores por ignotos mares del planeta hacia unas aguas que pueden ser enemigas de los hombres. La novela cuenta las peripecias para rescatar a un náufrago que ha arrojado su botella al mar. Veinte mil leguas de viaje submarino (1869-1870) trae uno de los personajes más extraños y surrealistas de la literatura: el capitán Nemo, quien, dentro del submarino Nautilus, es capaz de llegar a la mismísima Atlántida sumergida, gracias a su conocimiento enciclopédico de seres marinos nunca antes vistos.
Ya en el siglo XX, el anciano pescador de El viejo y el mar (1952), de Ernest Hemingway, sentía compasión por las aves, que las veía siempre volando sobre el mar: “¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar cuando el océano es capaz de tanta crueldad? El mar es dulce y hermoso. Pero puede ser cruel, y se encoleriza tan súbitamente”.
El viejo lucha por capturar un pez espada que entra en el agua como un buzo, y que lo arrastra con su fuerza por la inmensidad y la soledad del océano. El mar es paisaje y es personaje; es un escenario para la supervivencia del orgullo del hombre por conseguir con tenacidad lo que se propone.
Nuestros mares
En Don Goyo (1933), de Demetrio Aguilera Malta, sentimos el mar del golfo que se introduce lento y profundamente en la tierra, en forma de estero y de manglar, sitios donde los cholos se esfuerzan por sobrellevar la vida moderna. A bordo de la motonave Islas Galápagos, Rafael Díaz Ycaza escribe los cuentos de Porlamar (1977); un personaje desdeña las historias de monstruos marinos que cuentan los tripulantes. Él sonríe “porque la verdadera serpiente del mar es la soledad”, sentencia.
El mar es un buen compañero para paliar las penas. En Nunca más el mar (1981), Miguel Donoso Pareja sitúa a un hombre en una casa construida sobre un promontorio frente al mar; allí reflexiona sobre sí mismo, sobre los otros y sobre el destino incierto de su país. En El mar (2005), de John Banville, la costa marina es el espacio adecuado para sobrevivir la muerte de la mujer amada. Así ha de ser porque un verso de Eurípides ya aseguraba que “el mar lava todos los males de los hombres”.