Mi amor felino
Tributo a la vida alegre y profana de Perla Miranda, la adorada mascota de nuestro colaborador dominical.
Voy a contarles una historia íntima: mi amor por Perla. La conocí hace 20 años. Entrevistaba al pintor Luis Miranda, a sus pies dormitaba un gato anciano. De pronto, entró en escena una gatita de pelaje negro y ojos verdes que empezó a correr alrededor del gato ceniciento hasta que lo despertó de un zarpazo. Me encantó esa malignidad. El pintor, una noche de tormenta, la había rescatado del diluvio. No sabía qué hacer con ella. A Yoya, su esposa y pintora, cuando hacía siesta, Perlita despertaba mordiéndole una oreja.
Un sábado que como gato dormía a pata suelta, los Miranda me despertaron y chantaron a la fiera con sus documentos en regla: la tarjeta del veterinario daba cuenta de que esa gata mestiza llamada Perla Miranda había nacido en febrero de 1994. La acepté y seguí durmiendo porque mi San Viernes había sido arduo. Desperté gracias a un par de zarpazos. Era ella –delgada como efigie de mirada verde– que me exigía agua y comida. Los gatos me encantan por anarquistas y profanos. Así empezó todo.
Ella era dueña y señora de este pequeño departamento de la Ferroviaria. Todas las mañanas, con su caminar de modelo, cruzaba al malecón –antes de la regeneración–, iba a comer su yerba y a echarle una mirada a esas aguas moribundas del Salado. Con la regeneración de cemento, desapareció su yerbita. Entonces todas las mañanas yo iba a buscarla en terrenos baldíos. Los vecinos creían que estaba loco o que me la fumaba. Perla, trepada en un murito, aguardaba mi llegada.
Luego preparaba su desayuno con leche en polvo y agua. Más las consabidas pepas. Sus otras comidas eran bolitas de carne molida cruda y enlatados, su preferido: el salmón. Era fina, comía mejor que yo. Después de comer, durante media hora lengüeteaba su largo pelaje. Luego miraba con suma atención a esos fantasmas que solo los gatos ven. Finalmente se echaba a dormir en algún sitio destacado, digno de una escultura viviente como ella.
Los gatos son compañeros ideales de los solitarios, más aún si estos trabajan en casa como yo que escribía escuchando música o su ronroneo. Recuerdo que cuando adquirí una computadora de escritorio con acceso a internet, me la pasaba escribiendo y navegando. Perla quedó desplazada. Hasta que una mañana encontré orinado el equipo, ese bautizo dañó la compu. Un día cazó un pajarraco y me lo entregó en plena sala como ofrenda. Yo lo boté. Después de un par de días, un hedor invadió mi cuarto, era el pájaro que había guardado bajo mi cama. En ese lecho que cuando le daba ganas dormía, pero si yo la tropezaba recibía un arañazo o mordisco.
No todas mis amistades le simpatizaban. Cuando sí, las recibía y escuchaba la conversación. Odiaba a un par de amigas íntimas mías que la excluían. Pero se cobró la afrenta. A una, con sus dientes afilados, le destruyó una tira de su zapatilla y la pobre se marchó medio descalza bajo su mirada perversa. A la otra se le orinó la cartera. Perla en luna llena tuvo sus amoríos. Los gatos se peleaban por sus favores amatorios. Eran noches de apareamiento y combates a muerte. Cuatro veces parió. El partero era yo, experiencia adquirida con Yuma, una gata que rescaté del diluvial fenómeno El Niño. Pero que después se mandó a cambiar a casa de Cindy Chiriboga, vecina que le ofrecía deliciosos bocados que yo –desempleado entonces– no le brindaba.
El gran amor de Perlita fue El Colorado. Un gato inmenso y malévolo, condecorado de cicatrices ganadas en peleas callejeras. Una tarde llegué y lo encontré en casa, no fugó como todo gato, lo enfrenté, de un zarpazo me hirió la pierna y tuve que desalojarlo a escobazos. Todas las madrugadas lo escuchaba llegar, se echaba a dormir en un mueble.
Una mañana llegó con el lomo en carne viva, le habían lanzado aceite de freno. Lo curé y me acordé de Salvador –gato que en los años ochenta adoptamos con mi ex cuando éramos universitarios–. Como era peleador de vecindario, aprendí a curarlo hasta cuando no volvió. Ya sano, El Colorado se convirtió en mi sombra, caminaba a mi lado –como perro fiel– por mi barrio, fue cuando los niños me apodaron El Señor del Gato.
Un fin de semana viajé, al volver no lo encontré, murió envenenado y no estuve para salvarlo. Perla quedó viuda, aunque por su pelaje azabache no necesitó vestir de luto. Pero juntos lo lloramos. Luego, ella tuvo otros amores, pero eran unos gatitos insulsos. Cabe anotar que Perla dominaba al difunto. Me contó una ‘gata’ de pelaje rojo y ojos verdes, pero que camina sobre dos extremidades, que una mañana llegó El Colorado y Perla, la infiel, estaba con otro gato que salió huyendo. El cachudo, maullando insultos, se acercó a Perla, que cual estrella de cine estaba echada en su mueble. Cuando El Colorado se acercó, le propinó un zarpazo y se echó a dormir, El Colorado se quedó frío. ¡Maestra!
Durante casi veinte años –los iba a cumplir este mes– fui feliz con Perla, acariciando su pelaje y reflejándome en su feliz mirada verde. Pero sus siete vidas ya estaban vencidas: fue atacada por perros feroces; le extirparon un tumor inmenso; la saqué de debajo de un carro que la atropelló; tuvo fracturas y otros males que Pablo Triviño, su veterinario, sanó.
Los primeros días de enero, una fuerte infección se apoderó de su cuerpo añejo y la madrugada del 6 de enero, junto a mí, amaneció sin vida. Desde entonces me acompaña su fantasma que como gato yo puedo ver. Está enterrada a orillas del Salado. En ese estero al que acudíamos tras su yerba. Ese estero recibirá mis cenizas que se fundirán con los huesos de esa fiera, que aunque profana, también era tierna. El Día de Reyes murió Perla Miranda, que arañará mi corazón hasta el último día de mi vida.