Mi Buenos Aires fantasmal
Una visita en dos tiempos al cercano recinto ubicado en la provincia de Santa Elena.
A tan solo 90 kilómetros de Guayaquil está Buenos Aires. No la Buenos Aires de Jorge Luis Borges y Carlos Gardel sino nuestro recinto Buenos Aires, azotado por los vientos y sus fantasmas que se niegan a morir.
Meses atrás cuando lo volví a visitar, sentí que ahora sí era un pueblo fantasma. Regresaba después de once años, luego de visitar en Sacachún a San Biritute.
El viento levantaba polvareda. Tiempo atrás, en el frente de ese poblado de unas veinte casas vivían alrededor de unas cincuenta personas. Recinto antes sembrado junto a la antigua carretera de un carril. Ahora la nueva es una vía rápida –por eso casi nadie se detiene en Buenos Aires– de dos carriles, es la autopista Guayaquil-Salinas.
Mil veces pasamos al pie de ese puñado de casitas pintadas de colores vivos dignas de una postal o locación de una película de bajo presupuesto. Aunque esos tonos alegres cada vez más desteñidos acentuaban su tristeza y abandono.
Años atrás recuerdo que descendí y los perros empezaron a ladrar con furia. A un par de ventanas se asomaron unas siluetas que al verme volvieron a hundirse en la oscuridad. Me sentí atrapado en Cómala, el escenario Pedro Páramo, la novela del mexicano Juan Rulfo. Al fotógrafo Francisco Ipanaqué y a mí una revista colombiana nos había contratado para escribir una historia sobre ese pueblo que lleva el mismo nombre de la ciudad capital de Argentina.
El frente de Buenos Aires tendrá unos mil metros, sobre esa extensión está un puñado de casas, y atrás, ranchos cercados con ramas de muyuyo y troncos de algarrobo.
Aquella vez, el viento me empujó a la tienda, que aún funciona, de la señora Lino. Al pie de ese negocio está sembrado un tótem precolombino de unos 70 centímetros. Tal vez protegiendo a Buenos Aires. Hace un par de meses cuando volví, la doña me informó que aquellos que entrevisté años atrás han fallecido de viejos y otros residen en Guayaquil.
En ese recinto, la mayoría se apellidan: Tigreros, Tomalá, Tumbaco y Orrala. Casi todos nacieron en Julio Moreno y Sacachún a 24 y 12 kilómetros más adentro.
La historia de Buenos Aires es de un pueblo de emigrantes que huye de la sequía y la muerte.
Caminando por el frente del poblado me doy cuenta de que las casitas a más de descoloridas y deshabitadas están cayéndose. El viento ulula como desde un mar lejano. Es cuando decido armar esta crónica con las historias que me contaron don Enrique Andrade, entonces ciego a sus 82 años y su esposa Fidela Tomalá. Par de fantasmas que revivo, pareja que fotografié con mi Nikon Coolpix995 de esos años. La consigna es que si el cronista quiere contar una historia será capaz de hasta convocar a los difuntos.
Oyendo los carros pasar
Doce años atrás, don Enrique pasaba el día sentado afuera de su casa, escuchando a los carros pasar. Su bastón de muyuyo arrimado a la pared y su sombrero de paja sobre la rodilla. Conversando con el que aparecía. A ratos, su esposa se asomaba, acotaba algo y retornaba a sus tareas.
En su conversación siempre aparecía San Biritute. Contaba que los veteranos de Sacachún cuando no llovía, le daban bejucazos, lo castigaban y caía la lluvia. Pero a un sacerdote no le gustó que idolatraran a esa escultura y un día llegó acompañado de un piquete de policía y se lo llevaron a Guayaquil. Pero también se fueron las lluvias. Ese día de 1952 comenzó la tragedia, la sequía y la eterna migración.
Andrade añoraba a su Buenos Aires próspera y poblada, cuando él hacía hasta setenta sacos de carbón de algarrobo y cascol que vendían en Guayaquil. También vivían de la ganadería y chivería. Él tuvo cerca de 400 chivos hasta que con el Fenómeno de El Niño de 1982 llegó una peste llamada mata cabra que lo dejó arruinado. Con nostalgia aseguró que no hay leche que se compare a la de una chiva negra, tal vez tan solo la de burra: “Yo he tomado ambas, ¿por qué cree que estoy en pie?”, aseguró quien hoy está ausente.
El nombre del recinto es por el viento, cuando recién llegaron, una señora dijo: Aquí sí que corre buen aire. Y desde ahí la gente se acostumbró a decir: Buenos Aires, Buenos Aires y Buenos Aires. Su fiesta patronal es el 5 de abril, acotó doña Fidela y es en honor de San Vicente. Hablamos de santos, sale a colación San Biritute. “Era de pura piedra, todo lo que es el hombre él lo tenía. Era como un humano. Los testes eran así de grandotes”, dijo entre risas don Enrique.
En el 2005, la pareja llevaban 65 años de casados. “Así es el amor mientras haiga cariño. Ella no tiene padre ni madre, yo no tengo padre ni madre. Estamos solos. Ella es mi madre y yo soy su padre. Así es la vida”, dijo con cierta sabiduría, el anciano ciego. Lo rescato hoy y también sus últimos deseos: “A mí de aquí no me mueven”. Él deseaba morir en esa loma azotada por los vientos.
Recuerdo que cuando trepé al carro de regreso a Guayaquil, temí mirar atrás y descubrir que ese Buenos Aires era una fantasmagoría, que yo era un fantasma. Como hoy, deseaba llegar a casa y escuchar a Gabriela Torres cantar Grafiti de las almas: “Sos Buenos Aires,/ una mujer de nadie./ Mas tu chamuyo suena sincero,/ lo escucho y lo quiero.// Sos Buenos Aires, muñeca perfumada,/ el tango de una babel/ escrito en tu piel,/ grafitis de las almas”. Sentirme vivo y beber una cerveza en nombre nuestro Buenos Aires fantasmal al que hay que visitar para darle vida. (I)