Cocina nikkei: Visita justificada
“Puede impresionar en el menú lo de las trufas, pero en realidad la presentación ofrece una carne apetitosa, lustrosa, con mantequilla de trufa sin derretir... Mikka no es un sitio barato”.
Sin mayor publicidad, el restaurante Mikka sigue creciendo. La decoración cálida con uso de la madera, iluminación adecuada, lujosa carta, manejo acertado de las especias: todo augura éxito. El chef Jhonatan Bueno Larrazábal es un muchacho peruano de veintiséis años que parece mucho menos, muy seguro de sí, con verdadera pasión por su trabajo. Su apellido suena a antecedentes vascos. Se inició en el oficio a los 16 años, recorrió varios países de América puliendo su talento, adquiriendo experiencia. No es un chef complicado.
El plato que pedí fue un rib eye (traducido vagamente como ojo de la costilla, en realidad un filete de carne de la costilla de vacuno). Lo que recibí parecía más bien paillard, pues el ribe eye es espeso, no aplanado como una milanesa. Este detalle es lo de menos, pues pude saborear una carne norteamericana extremadamente tierna, apenas marmoleada, con un filito de suculenta grasa ($34,50).
Puede impresionar en el menú lo de las trufas, pero en realidad la presentación ofrece una carne apetitosa, lustrosa, con mantequilla de trufa sin derretir. La receta nada difícil resulta muy gustosa. La mantequilla de trufa tiene un sabor tan intenso que se necesita una mínima cantidad para dar sabor a un plato, sea de carne o de pastas, un pomo pequeño en mi casa puede durar un año o más.
La abundante ensalada yasaitame ($ 7,50) que vino como guarnición tampoco era complicada, pues se trataba de legumbres frescas saltadas en el wok con salsa de ostiones, noté el saborcillo del aceite de sésamo, algo como nuez ahumada, exótico y sutil cuando como aquí se lo sabe usar con discreción.
El chef Jhonatan respeta mucho el sabor original de los ingredientes, la ensalada tataki ofrece láminas de atún también con salsa de ostiones más un dejo cítrico ($ 16,50). Me quedé con la curiosidad de querer probar la ensalada de algas marinas en aliño de vinagre de arroz dulce ($ 10,50). La atención del mozo Luis Alberto reveló formación profesional.
Aquel chef peruano no ofrece parihuela ni tiraditos, sino especialidades japonesas o internacionales. No hablaría de fusión, porque aquí no es una ley, aunque pueda sorprender que se unan sobre un solomillo el foie gras de Chivería, la salsa teriyaki más caviar de oliva, lo que en todo caso suena excitante.
Es atractivo el brazuelo de cerdo caramelizado acompañado de puré de satoimo (tubérculo japonés) con anís estrellado. Jhonatan juega con texturas, colores y sabores, gusta de los detalles como en su puré de wasabi o sus verduras diminutas. Sus nigiri-sushi siguen la receta genuina de los japoneses, pueden atraer a los aficionados.
Los postres no ofrecen nada especial, los japoneses no son aficionados. Probé un cheesecake de maracuyá, pero recomendaría, si pueden esperar unos quince minutos, el volcán de chocolate, un clásico muy bien tratado aquí.
La carta de vinos ofrece buenas opciones, pero los precios son elevados, recomendaría ajustarlos para evitar que los clientes escojan cerveza, gaseosas en el peor de los casos. Prever media botellita para los clientes solitarios. Existe una crisis general en los sitios de buen comer, la gente no está dispuesta ahora a asumir planillas demasiado elevadas.
Mikka no es un sitio barato, pero la calidad del lugar justifica vuestra visita. (O)