En el paladar: Tradición vs. vanguardia
“Así como un buen pintor debe dominar el arte del dibujo, un cocinero debe conocer las recetas y salsas tradicionales, el arte de asociar los sabores (dulce, salado, ácido, amargo)”.
El hombre da mucha importancia a lo que come. Desde la prehistoria aprendió a ubicar en la naturaleza todo lo que podía consumir: vegetales, hongos, frutas, carne, leche, huevos; ya usaba armas rudimentarias para cazar bisontes y otros animales; el queso apareció hace de eso unos 7.500 años.
Cazaban con arco y flechas, pescaban con anzuelos y arpones, armaban trampas, acorralaban a los animales para ir matándolos a medidas de sus necesidades.
El uso del fuego para prender una fogata causó una verdadera revolución, el hallazgo de nuevos sabores, pues el hombre es el único animal (no siempre racional) que cuece sus alimentos. Con las primeras civilizaciones se sofisticó la alimentación tanto para los egipcios como los griegos y los romanos, basta con recordar el fastuoso banquete de Trimalción descrito por Petronio. Es así como pudimos rescatar las recetas de Marcus Gavius Apicius (un siglo antes de Cristo); tuve la oportunidad de realizar unas extraídas de su libro De re coquinaria. Buscaban mucho el contraste salado-dulce mediante la miel de abejas, el vinagre, más una salsa fermentada de macarela llamada garum; para los vietnamitas, nuoc mam; para nosotros, fish sauce. La sigo usando en casa para dar sabor al arroz o a ciertas sopas.
La domesticación en Oriente de cabras, cerdos, ovejas y asnos dio origen a la ganadería. Los primeros cultivos fueron trigo, cebada, avena, col, higos, habas, lentejas, mijo y vid. Se consumían frutos del manzano, el peral, el ciruelo, el cerezo. Aparecieron recipientes de barro, se inventó el arado.
Al transcurrir la Edad Media el Renacimiento, los siguientes siglos, nuevos elementos, ingredientes, especias, permitieron acentuar la sazón de los alimentos. Las cortes reales organizaron celebraciones en las que los festines alcanzaban grandiosidad. Los libros de cocina dejaron en claro recetas y salsas. En el siglo XVI aparecieron los primeros restaurantes. Nos dejaron luego sus recetas hombres como Antonin Carême, sobre todo Auguste Escoffier, cuyo libro de recetas ha sido traducido y publicado en Guayaquil por el chef Antonio Pérez.
Así como un buen pintor debe dominar el arte del dibujo, un cocinero debe conocer las recetas y salsas tradicionales, el arte de asociar los sabores (dulce, salado, ácido, amargo). La revolución gastronómica se acentuó con, entre tantos, Ferrán Adriá, Blumenthal el alquimista, Arzac, Gagnaire, Anne Sophie Pic, única francesa en tener tres estrellas. Uno de ellos dijo que tan solo con poner sal sobre un trozo de piña se obtenía la suma de los cinco sabores. Un poco renuente al principio, me dejé conquistar por las más extravagantes recetas: ravioles de frambuesa (con base de fruta, alginato de sodio, lactato de calcio), espaguetis de fresa. Fueron apareciendo palabras como gelificación, esferización, rocas efervescentes de coco, aires, espumas, cambió la textura de los alimentos, se modificaron los colores.
El desafío fue para el paladar que captaba sensaciones nuevas, hasta explosivas (crakling flavoured). Quique Dacosta presentó “huevos en terapia”, bellísima, sorprendente gelificación esférica alrededor de una yema fresca. Ha sido positiva aquella sacudida que se le dio a la cocina tradicional, más aún en una época en que la comida rápida tiene tanto auge. Hay creatividad, imaginación, suspenso. Sin embargo guardo preferencia por el slow food, sobre todo el sabor real de los ingredientes.
Exactamente como en el arte, puede gustarme el arte conceptual; guardo referencia al impresionismo, el hiperrealismo o las esculturas de la antigua Grecia. (O)