Esnobismo y gastronomía: Buscar el equilibrio
“Lo importante es poner en marcha nuestros cinco sentidos, lo que nos permite saber dónde está la guatita que nos gusta, el chateaubriand en salsa bearnesa que nos deslumbra. Tanto en el amor como en al arte de beber existe un idioma universal”.
El placer de comer no sabe de barreras ni limitaciones, desconfío de quienes hablando de vinos con palabras rebuscadas se preocupan más por hablar de la fermentación maloláctica o las sensaciones organolépticas que por el placer producido.
La experiencia gastronómica puede vivirse con una gaseosa y un huevo duro comprado en Progreso, las cocadas o el amor con hambre encontradas en Zapotal, las hallullas de Alóag, el membrillo de Rosario Vaca en Ambato, las habas con sal en El Molino del Batán, las carnes coloradas de Cotacachi, entre tantas maravillas. No es imperativa la mesa de cinco estrellas ni la receta sofisticada del repertorio internacional. Todo se disfruta sin tanta alharaca.
Desde luego apreciamos los esfuerzos realizados por tantos restaurantes de calidad, la preocupación constante de sus dueños por nuestro bienestar, los logros obtenidos por los chefs más destacados pero existen muchas amas de casa que reciben a sus huéspedes con maestría, personas apasionadas por los buenos vinos que no son catadores profesionales. Lo que más se debe apreciar es la sabia curiosidad sin exhibicionismo que profesan los verdaderos gourmets.
Me preocupa esta tendencia que tiene el siglo XXI a enfocarlo todo a partir de la moda o de la distinción prefabricada. Felizmente han desaparecido estas palabras in y out con las que se catalogaba a la gente según sus gustos modernos o anticuados. En Guayaquil o en Samborondón hemos levantado la fama de tal o cual restaurante, pero a veces la hemos bajado con la misma precipitación. Cada año desaparecen decenas de establecimientos porque no es fácil administrar uno. Los lugares que permanecieron por más de treinta años (como el Anderson o El Caracol Azul) no suelen hacer ningún tipo de publicidad, desafían al tiempo.
La cultura del vino es el placer de compartir. La gran verdad está en los ojos de quienes al oler el contenido de la copa se comunican con afecto, con cierta complicidad, con verdadero placer. Tampoco es imperativo encontrarle rimas al vino, sabores a frutas, aromas de flores, pues todos tenemos una memoria diferente y no necesariamente captamos del mismo modo. Si la grosella llamada cassis no existe en nuestros suelos es probable que un Cabernet Sauvignon nos despertará en nosotros el recuerdo de dicha fruta mientras podríamos ser más atentos a las especias o al pimiento.
Lo importante es el equilibrio entre dulzor y acidez, la personalidad del vino probado. Por esnobismo bebemos a veces el precio de una botella en vez de su contenido. Hay sorpresas gratas como la que viví al recibir de un amigo un Sirah australiano llamado Amón Ra del que jamás había oído hablar. En ciertas casas me sirven un vino cuyo aroma me conquista, me siento feliz, lo expreso al estrechar la mano del amigo que me lo brindó sin protocolo, es parte de ser cortés.
Lo importante es poner en marcha nuestros cinco sentidos, lo que nos permite saber dónde está la guatita que nos gusta, el chateaubriand en salsa bearnesa que nos deslumbra. Tanto en el amor como en al arte de beber existe un idioma universal. Dejemos a un lado lo artificial, lo pomposo. No es un lujo el vino si sabemos beberlo en adecuadas circunstancias. Bebamos con moderación en compañía de quienes saben compartir. La cultura del vino se adquiere de a poco, nunca termina. El afecto que nace al calor de las copas es más importante que el conocimiento que uno debe seguir adquiriendo.