Para gozar mucho hay que tener poco
Yo creo que los padres de la primera mitad del siglo pasado fueron los precursores del comunismo porque en ese entonces la propiedad privada no existía en la familia. Todo era de todos y hasta las cosas personales había que compartirlas con los hermanos, los primos, los amigos, mejor dicho con todo el que lo necesitara, nos gustara o no.
Además, como antes la opulencia era un defecto y la austeridad una virtud, nuestros antepasados fueron los precursores del reciclaje: los zapatos viejos del mayor se volvían los nuevos del menor; el vestido de primera comunión de la primogénita era el que usábamos las hermanas y primas de ahí en adelante; los sobrados de la comida del sábado se recalentaban para el desayuno del domingo; y el pan viejo se incluía en un caldo para los que trasnochaban. Igualmente, todo lo que pudiera servir se reacondicionaba: el calzado se remontaba, las medias de nailon se zurcían, a los bluyines rotos les ponían parches en la rodilla… Pero hoy ya nada se reutiliza ni se remienda, sino que todo se bota y se compra de nuevo.
Asimismo, todo había que compartirlo con los demás: los juguetes teníamos que prestárselos a los primos cuando iban a nuestra casa, así no quisiéramos; los caramelos de la piñata había que repartirlos con los hermanos así no nos gustara; las mejores presas del pollo eran para los papás, seguidos de los hermanos mayores y, como resultado, los menores crecimos convencidos de que el pollo solo tenía alas.
Por eso durante la niñez soñábamos con “ser grandes” para poder tener privilegios y derecho de propiedad sobre nuestras cosas sin tener que cedérselas a los otros por obligación o miedo a irnos para el infierno por egoístas.
Sin embargo, hoy el consumismo nos invadió a todos y constantemente vivimos comprando cosas que no necesitamos, con dinero que no tenemos y para complacer a unos niños que ya no aprecian ni agradecen nada.
Por el bien de todos y del planeta, ojalá que volviéramos a reciclar, no solo las cosas sino también los valores de antaño (que se acabaron con el consumismo) como la humildad, la modestia, la sencillez o la gratitud y sobre todo la gratitud, una virtud que florece en la austeridad. Si no les diéramos tanto a los hijos, valorarían lo que tienen y serían personas más generosas, luchadoras, entusiastas y más satisfechas.