¿Serán más felices o más infelices?
El deseo de que los hijos “tengan todo lo que yo no tuve”, así como el interés por evitar los pleitos que forman cuando no los complacemos han llevado a que los padres les demos demasiado gusto a los niños, hasta el punto de que casi nunca se les dice “no” a lo que ellos quieren… mejor dicho, a lo que exigen.
Parece que del autoritarismo y la austeridad del pasado pasamos al otro extremo: el permisivismo y la sobrecomplacencia producto del afán desmesurado por mantener a los hijos sonrientes. De tal manera que algo que tienen en común hoy la mayoría de los niños es que consideran que tienen derecho a que se les dé todo lo que piden y se les permita hacer lo que se les antoje. Y por eso, nada se les puede negar, no se pueden frustrar y ni siquiera se pueden esperar ni un segundo sin formar un tremendo lío.
Desde luego que la solución más fácil y rápida para evitar conflictos es ceder a las exigencias y pretensiones de los niños. Sin embargo, cuando les damos gusto para que se calmen, aprenden que enojándose logran lo que quieren. Y lo peor es que toda la aparente “felicidad” de los niños a los que nunca se les niega nada se derrumba cuando vemos los resultados que esto tiene en la formación de su carácter. Lo que así se logra no es solo que vivan inconformes y no aprecien ni agradezcan lo que tienen, sino que no aprendan a tolerar la frustración ni a postergar la gratificación y que se conviertan en personas egoístas, mediocres e irresponsables.
Hay una enorme diferencia entre tener hijos contentos y criarlos para que sean personas felices. Para lo primero basta con asegurarnos de que siempre estén a gusto. Pero para lo segundo, es decir, que sean felices, hay que darles poco y exigirles mucho, porque así aprenderán que al mundo no vinieron a divertirse, sino a vivir profundamente satisfechos por lo que han hecho con su vida y aportado a la humanidad.