Nunca son lo que parecen: Riqueza y pobreza
“Nadie quiso recibir a María, excepto los pastores. Por eso fueron ellos los primeros en ver al Salvador”.
Cuenta una leyenda, cuyo origen no he podido comprobar, que una semana antes de Navidad el arcángel San Miguel pidió a sus ángeles que visitaran la Tierra. Quería saber si estaba todo listo para la celebración del nacimiento de Jesucristo. Los envió por parejas, siempre un ángel viejo con otro más joven, de modo que pudieran hacerse una idea bien amplia de lo que ocurría.
Una de estas parejas fue enviada a Brasil, adonde llegó entrada la noche. Como no tenían donde dormir, pidieron cobijo en una de las grandes mansiones que se pueden ver en Río de Janeiro.
El dueño de la casa era un noble al borde de la ruina, ferviente católico, que reconoció enseguida a los enviados celestiales por las aureolas doradas que coronaban sus cabezas. El hombre estaba muy ocupado en los preparativos de la gran fiesta de Navidad, y no quería que se estropease la decoración que estaba casi terminada, así que les pidió que fueran a dormir al sótano.
Las postales de Navidad están siempre ilustradas con paisajes nevados, pero en Brasil esta celebración cae en pleno verano. En el sótano donde se encontraban los ángeles hacía un calor terrible y el aire –cargado de humedad– era casi irrespirable. Se acostaron en el suelo, pero antes de empezar sus oraciones, el ángel más viejo detectó una grieta en la pared. Se levantó, la reparó utilizando sus poderes divinos, y volvió a sus plegarias nocturnas. Pasaron la noche como si estuvieran en el infierno, tal era el calor que hacía.
Descansaron muy mal, pero debían cumplir con su misión. Al día siguiente recorrieron la gran ciudad, con sus millones de habitantes, sus plazas y montañas, sus contrastes. Tomaron nota de todo y, cuando la noche cayó de nuevo, empezaron a viajar hacia el interior del país, pero volvieron a encontrarse sin un lugar donde dormir.
Llamaron a la puerta de una casa humilde y un matrimonio de edad avanzada les atendió. Como no tenían acceso a los grabados medievales que retratan a los enviados de Dios no reconocieron a los dos peregrinos, pero estos necesitaban cobijo y les ofrecieron su casa. Prepararon la cena, les presentaron a su pequeño bebé recién nacido y les ofrecieron para dormir su propia habitación, disculpándose porque, siendo pobres, no podían comprar un aparato de aire acondicionado para combatir el intenso calor.
Al día siguiente, al despertar, encontraron al matrimonio bañado en lágrimas. Lo único que tenían, una vaca que les daba leche, queso y sustento para la familia, había aparecido muerta. Se despidieron de los peregrinos avergonzados por no poder ofrecerles desayuno. Mientras andaban por el camino de barro, el ángel más joven mostró su indignación:
–¡No puedo entender tu forma de actuar! El primer hombre tenía todo lo que necesitaba y aun así lo ayudaste. En cambio, no hiciste nada para aliviar el sufrimiento de esta pobre gente que nos acogió.
–Las cosas no son lo que parecen –dijo el ángel más viejo–. Cuando estábamos en aquel horrible sótano vi que había gran cantidad de oro en los muros, escondido allí por un antiguo propietario. La grieta iba a dejar al descubierto parte del tesoro y decidí volver a esconderlo, porque el dueño de la casa no ayudaba al necesitado.
–Anoche, mientras dormíamos en la cama que el matrimonio nos había ofrecido, sentí la llegada de un tercer invitado: el ángel de la muerte. Venía a llevarse al bebé, pero lo conozco desde hace muchos años y logré convencerlo de que, en su lugar, tomase la vida de la vaca.
–Acuérdate del día que estamos a punto de celebrar: nadie quiso recibir a María, excepto los pastores. Por eso fueron ellos los primeros en ver al Salvador. (O)