Lecciones del ‘Ñato’
Lo recuerdo alto, espigado, hablando siempre de fútbol con mi padre; nunca pude entender cómo se entendían tan bien cuando uno era amarillo y el otro azul. Alquiló una villa en la Víctor E. Estrada porque había decidido emprender un negocio de comida. Contaba con la sólida colaboración de su hermano y con el corazón de una guayaquileña que a la sazón ya lo había conquistado.
Eduardo García, el uruguayo que vino a proteger el arco de Emelec, había comenzado a escribir la mayor página de la historia parrillera en el país. Su restaurante llegó a posicionarse internacionalmente en las guías gastronómicas, que lo recomendaban como el mejor.
Tuvo inconvenientes porque a los vecinos no les gustaba mucho el envolvente aroma de la parrilla, pero él con una sonrisa y su proverbial cordialidad, se acercaba a presentar sus disculpas.
Siempre mantuvo una cordial relación con sus colaboradores. ¿Cómo lo hace?, lo interrogué alguna vez. “Hay que enseñarles, algunos no tienen ninguna experiencia, pero serán muy buenos meseros”, respondió.
Tenía la habilidad de observar y escuchar atenta y detenidamente, una especie de sintonía personal.
Era detallista, buen parrillero y gustaba de compartir. Se acercaba a la mesa de sus comensales para ofrecerles el nuevo plato que estaba promocionando.
No tenía reparos en ofrecer la jarra con limonada, un postre o una pasta para acompañar el suculento bife de chorizo. Él mismo la llevaba a la mesa. Era su cortesía.
Decía que el mesero no es un ‘pasaplatos’; debe tener manos bien cuidadas, ropa limpia y buena postura. Enseñaba cómo retirar la silla para recibir a las damas.
E insistía en que debían estar tan cerca de la mesa para prestar atención inmediatamente, pero tan distantes de manera que no escuchen la conversación.
Señor, ¿por qué se paraliza el corazón de este hombre que hacía el bien? Seguramente lo mandaste para que nos dejara estas lecciones. (O)