Mi querido dragón: Un ‘hasta pronto’
“Hoy ya no está. Lo supe embarcada, a seiscientas millas de distancia. En el cielo brillaba la constelación de escorpión que, vaya casualidad, para los chinos es un dragón. Y embarcada lloro porque no lo voy a escuchar más”.
Quisiera creer que los dragones no mueren, que son eternos, para siempre. Porque de que existen, no cabe duda, los hay, de mil colores, unos más diestros en las artes del vuelo, otros en las de producir fuego, pero existen. Son aquellas criaturas que llenan de magia nuestras vidas, y cuando poderosos y especialmente hermosos, las de generaciones, y de ciudades y de continentes.
El dragón más bello de los pocos que se han cruzado en mi camino, y de seguro, el dragón más querido, ya no habita entre nosotros. Unos me consuelan que ha cambiado de alas, que vuela lejano, a otros universos. Sin ahondar en asuntos sobrenaturales, que los dragones son capítulo aparte, prefiero enfocarme en lo que este dragón regaló a mi vida, sin complicarme en conjeturas ni discusiones sobre almas, espíritus, after life, cosas con las que este dragón tampoco comulgaba.
Él creía en las palabras, en cómo jugando con ellas, colocándolas de una manera u otra, se podían construir castillos maravillosos; era un dragón que celosamente escogía sus vocablos, los cuidaba, les dedicaba cariño y atención, y los iba regalando con calma, como se administra un remedio, en la justa medida, acentuando los que tenían mayor valor o que simplemente sonaban mejor. Independientemente de su ideología, que genuinamente creía en la igualdad social, en un mundo más justo, yo admiraba sobre todo esa capacidad de en un dos por tres transportarme, transportarnos, a un plano distinto, al de la creatividad total, de las ideas, donde habita el verdadero e infinito potencial humano.
Cuando niña sabía que el dragón había estado en casa, porque dejaba un halo del olor más dulce, perfume de dragón. Y luego eran las pláticas, de horas y horas, donde yo no me atrevía a pronunciar palabra, porque podría interferir con la magnífica construcción de mundos nuevos, mejores, de hombres completos, o tal vez, interrumpir con la revelación de un misterio, que si la cinta de Gauss o la hipotenusa de Pitágoras, todo era encantamiento, era el teatro y la música, la descripción de viajes y encuentros, de otros continentes, de poetas que algún día tendría que leer, o seres inventados que nunca existirían. Crecí adorándolo, y como con todo dragón, siempre manteniendo mi distancia, con mucho respeto, que su fuego accidentalmente no me fuera a quemar las orejas o un pedazo de piel, o el corazón.
Era un bello dragón, uno querido. Alguna vez voló a Galápagos y gozó de estas Encantadas, y me las hizo ver de otros matices y las orcas llegaron una tarde a visitarnos. Hoy ya no está. Lo supe embarcada, a seiscientas millas de distancia. En el cielo brillaba la constelación de escorpión, que vaya casualidad, para los chinos es un dragón. Y embarcada lloro porque no lo voy a escuchar más.
Quedan sus libros, sus producciones de video, su legado. Pero el dragón queda, sobre todo, mientras viva en nuestra memoria (así como él mismo lo dijera cuando muriera su madre, es decir, mi abuela). Aprovecho este espacio para solidarizarme con los que estando en el mar, lejos, han perdido un ser querido. Es triste no poder abrazar a los que se ama cuando un abrazo es la más vital necesidad.
Volviendo al dragón, que si vuela más alto, si ha cambiado de piel y ahora viste tonos distintos, me tiene sin cuidado. Yo siempre lo querré, soy un poco lo que soy por él, por los encantamientos que aquí y allá alcancé a robarle, o que él me regalara; sé que vivirá siempre mientras viva en mi memoria y en la de los que lo amamos, y tanto. Mi dragón, mi querido tío Pedro Saad Herrería.